El precursor del liberalismo político, John Locke, describía en su 'Tratado sobre el gobierno civil' un inicial estado de naturaleza en el que vivieron los hombres, 'de perfecta libertad para ordenar sus actos y disponer de sus propiedades y de las personas que creen conveniente dentro de los límites de la ley natural, sin pedir permiso ni depender de la voluntad de ningún otro hombre'. Así pues, el filósofo inglés reputa el derecho a la propiedad privada como natural, originario; y tan primitivo e inalienable como los derechos a la vida y a la libertad. Pero, a su vez, el derecho implica deber, ya que la ley del estado de naturaleza obliga a todos por igual: de tal forma que nadie ha de atentar contra la vida, la libertad o las propiedades de otro. Y es que la igualdad que sanciona la ley natural establece que ninguna diferencia autoriza a ningún hombre limitar la libertad de otros.
Precisamente para garantizar esos derechos inalienables, y ante la cada vez mayor complejidad y conflictividad en el seno de la sociedad humana, los hombres abandonan el estado de naturaleza y conforman una sociedad civil 'cuyo fin principal es la conservación de la propiedad'. Así, la consecución de ese objetivo ha de ser la función primordial del gobierno. 'Para que se prohíba a todos los hombres invadir los derechos de otros y "para que sea observada la ley natural" que aspira a la paz y a la defensa de todo el género humano, la ejecución de esta ley, en el estado de naturaleza, se ha dejado en manos de todos los hombres (y) todo el mundo tiene derecho a castigar a los transgresores en grado suficiente para prevenir su violación'.
En la concepción lockeana del derecho a la propiedad como natural, e inseparable de la libertad, encontramos la raíz de su posición básica en las constituciones y declaraciones de derechos. Por ejemplo, la Constitución de Cádiz de 1812, nuestra gloriosa y liberal 'Pepa', proclamaba en su artículo 4 lo siguiente: 'La Nación está obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen'. Ahí es nada. Por su parte, nuestra actual Carta Magna también incluye, como no podía ser de otra manera, la propiedad como derecho constitucional explícito (en este caso, en el artículo 33, y junto al derecho a la herencia), si bien, en una concesión al consenso socialdemócrata que imperaba durante su nacimiento, queda restringida por eso que se ha dado en llamar 'función social'; que, mientras no sirva para amparar atropellos a la libertad individual y robos más o menos legalizados, se limita a conferirle cierto lustre 'progre' al texto.
De todas formas, cuando un grupo, esté compuesto por sediciosos perrofláuticos o ángeles bienintencionados, toma al asalto un hotel que, por muy vacío que se encuentre, no deja de tener dueño, se atenta contra el derecho a la propiedad; e igualmente ocurre cuando alguien, esté beodo o sobrio, o lleve o no bufandas futboleras, intenta entrar por la fuerza a un domicilio particular. Que en ambos casos la Policía, siguiendo a buen seguro indicaciones políticas, y haciendo dejación de su cometido fundamental, no actúe con la contundencia debida para garantizar y defender ese derecho individual fundamental como es la conservación de la propiedad, genera las condiciones para que acabe rigiendo la ley de la selva. Esto es, una situación 'de facto' en la que, como nos advertía Locke, se pueda atentar contra la libertad y las propiedades del prójimo con total impunidad.
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