lunes, 29 de octubre de 2012

EN CATALUÑA, FUERA CARETAS

Si alguna virtud están teniendo el reto secesionista de Mas y el subsiguiente adelanto de las elecciones autonómicas catalanas es el esclarecimiento de posturas que están propiciando. Fuera caretas. Quizá muchos de quienes nos tachaban de 'radicales' a los que siempre hemos sostenido que las diferencias entre el nacionalismo llamado 'moderado' y el secesionismo, por ejemplo, de ERC son meramente cosméticas, se hayan caído por fin del guindo. Porque en su recién presentado programa electoral, y por mucho que evite siquiera mentar la palabra 'independencia' (burda argucia para conservar a buena parte de su electorado no separatista), CiU aboga definitivamente por la construcción de un 'Estado propio' para Cataluña; que obviamente, y pese a todos los eufemismos que se empleen, solo puede producirse previo desgajamiento del Estado al que pertenece la región catalana y que, como nación política, es el único que impera: el español. Es decir, puro independentismo, aunque no se le quiera llamar por su nombre.

Y por si todavía quedaba alguna duda, no hay más que acudir a las palabras de quien durante tantos años se ha presentado como la quintaesencia de la sensatez y moderación del catalanismo, de aquel que se rasgaba las vestiduras cuando alguien ponía mínimamente en cuestión su implicación en la defensa de los intereses generales de España, cuya sinceridad tanto proclamaba: el diputado catalano-aragonés Durán Lleida, que, ni corto ni perezoso, ha argumentado su respaldo al programa secesionista en la necesidad de 'rescatar a Cataluña de España'; pretendido sarcasmo que resulta especialmente indigno precisamente ahora, cuando el Gobierno de la nación insufla más de 5.000 millones de euros, procedentes de los impuestos que pagamos todos los españoles, a una Generalitat catalana endeudada hasta las cejas. Una vez más, es toda España la que sale al rescate de Cataluña, y a cambio los nacionalistas intensifican su discurso victimista y promueven sin ambages el independentismo; estrategia que a su vez sirve como cortina de humo para ocultar su supina incompetencia como gobernantes, que en una Cataluña independizada sería incluso todavía más palpable. Aunque mientras, claro, se permiten prometer el oro y el moro haciendo creer que en una 'Catalunya Lliure' el paro desaparecerá, la economía irá como la seda, los pensionistas cobrarán más, los ciegos verán, los cojos correrán la maratón y todos serán buenos y benéficos. Y si cuela en estos tiempos tan duros como abonados a la demagogia, cuela.

Eso sí, saliendo de la enfermiza ensoñación del nacionalismo y aterrizando en la realidad, cómo financiaría por sí sola una Cataluña independiente todo el aparato administrativo del nuevo Estado que pretende erigir CiU (hacienda propia, un marco de relaciones laborales, asumir la gestión de las pensiones y cotizaciones de los catalanes, todas las competencias en materia hidráulica y de infraestructuras, las materias de puertos y aeropuertos que asumirían los Mossos d'Esquadra...) es todo un arcano; a no ser, claro, que aspiren a que les paguemos también entre todos los españoles la independencia, algo de todo punto inaceptable pese a la preceptiva caradura del nacionalismo catalán en este aspecto. Y en cuanto a su pretensión de que el 'nou Estat catalá' se desarrolle 'en el marco de la Unión Europea', el delirio alcanza proporciones verdaderamente colosales: si Cataluña está dentro de la UE no es por su inventada historia como 'nació', lengua 'propia' y supuesta tradición europeísta (exactamente la misma que en el conjunto de España), sino única y exclusivamente porque forma parte de la nación española. Por tanto, la independencia de Cataluña conllevaría en sí misma su inmediata expulsión de la Unión, como han dejado claro desde las mismas instituciones europeas; y, para más inri, no hay precedente alguno de ningún 'reingreso' de territorios escindidos de Estados miembros. Y por mucha profesión de fe europeísta que hagan los políticos nacionalistas, no iban éstos a conseguir cambiar los tratados europeos, dado que, evidentemente, la estabilidad y supervivencia de Europa sería perfectamente posible sin la inclusión en ella de Cataluña.

En cualquier caso, y dando por descontada la característica ambigüedad de un PSC que siente alergia por la defensa a ultranza de la unidad de España (ora aporta el 'federalismo' como gran y genial solución, ora se apunta a la moda del referéndum aunque para, según aseguran ahora, votar que no; todo con tal de diferenciarse del PP), las posiciones políticas tras el reto separatista de Mas han quedado por fin claras y diáfanas: CiU, pese a que sigue haciendo uso de un lenguaje calculado y lleno de subterfugios, ya no disimula su pulsión secesionista y se sitúa al nivel de ERC y otras formaciones nacionalistas radicales que siempre han hecho de la ruptura con el resto de España su razón de ser. Hasta el punto de que dentro del panorama político catalán solo quedan como partidos netamente constitucionalistas, esto es, españolistas, el PP en el centro-derecha y Ciudadanos en el centro-izquierda. El electorado catalán, por tanto, debería saber ahora perfectamente a qué atenerse. Sea como fuere, será interesante medir la correlación de fuerzas entre independentistas y no independentistas que salga de los próximos comicios autonómicos. Aunque, eso sí, se ha de partir del principio de que ni todos los votos del mundo confieren legitimidad alguna para actuar contra la soberanía nacional, la Constitución y las Leyes.

lunes, 22 de octubre de 2012

CON LA QUE ESTÁ CAYENDO

El PP ha logrado una rotunda mayoría absoluta en Galicia y, mal que bien, ha mantenido el tipo en el País Vasco; por su parte, el PSOE ha sufrido sendos descalabros. Si seguimos a quienes pretendían convertir estas elecciones autonómicas, sobre todo las gallegas, en una especie de plebiscito sobre las políticas del Gobierno de Rajoy y, en consecuencia, de la oposición en el ámbito nacional, las conclusiones han de ser clarísimas. Así pues, harían bien en tomar cumplida nota el señor Rubalcaba y los actuales dirigentes socialistas, quienes, de tanto alimentar a la bestia de la extrema izquierda, están siendo devorados política y electoralmente por ella; véanse los ascensos de la izquierda nacionalista encabezada por el ultramontano y salvaje Beiras en Galicia y de los proetarras de Bildu en el País Vasco, en ambos casos a costa del espacio político del PSOE. Y menos mal que el todavía líder socialista tiene fama de brillante estratega.

En cuanto a los resultados electorales de Galicia, el éxito personal de Núñez Feijóo es verdaderamente loable e indiscutible: además de un gran político con magníficas dotes para la comunicación, está demostrando ser un excelente gestor (hasta el punto de haber sido pionero en las medidas de ajuste y reducción del gasto público, tomadas antes de la crisis), y es cierto que en este sentido una nítida mayoría de los votantes gallegos le han recompensado renovando su confianza en él. Pero, puesto que ha sido la izquierda política (sobre todo el PSOE y sus sindicatos verticales) la que se ha empeñado en hacer de estos comicios un termómetro de un supuesto rechazo general a las medidas económicas de Rajoy, deberían atenerse a sus propias consecuencias: a buen seguro que si Feijóo no hubiese logrado la mayoría absoluta, esa misma oposición (aunque no solo ella; también el inefable antimarianismo mediático) estaría culpando directamente a Rajoy; puesto que al final sí la ha conseguido, entonces alguna porción del mérito, siquiera mínima, deberían concederle al presidente del Gobierno, aunque solo sea por pura coherencia. Pero tampoco cabe pedir imposibles.

Sea como fuere, sí resulta harto significativo que en estas dos elecciones el PSOE haya obtenido un castigo tan severo, y en cambio el PP apenas se haya desgastado. Y con la que está cayendo. Porque en el País Vasco, por ejemplo, el PP ha bajado dos puntos y tres escaños frente a los casi doce puntos y nueve diputados del PSOE. Lo que, desde luego, no obsta para reconocer el lamentable y rotundo fracaso del constitucionalismo (incluido UPyD, que también ha descendido pese a conservar su escaño); especialmente sangrante en la provincia de Álava, hasta ahora dique de contención del nacionalismo.

Es cierto que la vileza que todavía caracteriza a buena parte de la sociedad vasca, de resultas del miedo impuesto durante tantísimo tiempo por la ETA y sus adláteres (para más inri legalizados por las marionetas 'progres' del Tribunal Constitucional), así como la fijación por el poder nacionalista de un discurso 'oficial' basado, como en Cataluña, en el odio a España, se han mostrado como obstáculos difíciles de superar; pero sí es reprochable que tras una legislatura de Gobierno constitucionalista la causa de la defensa de España y la libertad en el País Vasco haya sufrido tan notable retroceso. También en este caso, los derrotados habrán de sacar conclusiones y tomar las correspondientes medidas. Y tener presente que no siempre es rentable electoralmente intentar confundirse con el paisaje; sobre todo si es irrespirable.

viernes, 19 de octubre de 2012

ANTIPATRIOTAS

En una de sus alocuciones más célebres, Zapatero se permitió tachar nada menos que de 'antipatriotas' a quienes simplemente anunciaban la inminencia de una crisis económica que poco después empezaría a mostrarse con toda su crudeza. Hacía ver de esa forma el ex-presidente que vaticinios de ese tipo, so capa de desgastar a su Gobierno y a él mismo, hacían daño a la imagen de España y minaban la confianza que transmitía nuestra economía en los mercados internacionales. Por supuesto, los coros y danzas del socialismo zapaterista (empezando por aquel artisteo progre que entonces cantaba a 'la alegría' frente a los malvados agoreros de la derecha, y que ahora en cambio se adhiere a la pretensión sindicalera de convertir a nuestro régimen constitucional en un sistema plebiscitario a conveniencia) no tardaron en utilizar toda su trompetería mediática para transmitir fielmente la consigna, hasta convertir en sospechosos de traición a la patria a aquellos que se atrevieran a discutir mínimamente las previsiones económicas del Gobierno de entonces.

El tiempo ha acabado poniendo a cada uno en su sitio y demostrando que, si alguien merecía tal calificativo, no era el que denunciaba una realidad incómoda, sino aquel que conscientemente la ocultaba en aras de un cortoplacismo puramente electoral. En cualquier caso, una vez enquistada esa crisis que con tanta virulencia negaba la práctica totalidad de la progresía patria, y desde ese mismo punto de vista, ¿cómo cabría adjetivar a quienes ahora, justamente el mismo día en que la temible prima de riesgo empieza a bajar de manera considerable, y por tanto cuando las expectativas económicas de España parecen mejorar y transmitir más confianza en los mercados, anuncian la convocatoria de una nueva huelga general? ¿Y a aquellos partidos y dirigentes políticos, muchos de ellos, para más inri, directamente responsables de la situación actual, que se adhieren a la misma?

La segunda huelga general en apenas unos meses: así es como los sindicatos verticales de la ruina socialista continúan contribuyendo a la recuperación económica de España. Fueron un cáncer cuando ejercían de consejeros áulicos del zapaterismo en su periodo más oneroso y despilfarrador, y lo son ahora intentando desgastar a toda costa al Gobierno del PP, su principal y prácticamente único objetivo. Una huelga que promueva un parón general de la actividad económica es ahora mismo especialmente contraproducente para nuestra todavía maltrecha economía. Pero qué les importa si con ello defienden sus privilegios y, a la vez, hacen realidad su obsesión: que España se parezca cada vez más a Grecia, o bien propiciar que pueda calar esa idea en el ámbito internacional.

Aquellos que convocan otra huelga general en poco tiempo y quienes les apoyan; aquellas asociaciones ¡de padres! (y cuyos miembros, no por casualidad, suelen luego engrosar las listas electorales de los partidos de izquierda) que conminan a no llevar a los niños al colegio para respaldar huelgas y manifestaciones alentadas por sindicatos 'estudiantiles' de extrema izquierda que hacen alarde de simbología totalitaria y, además, juegan a la revolución incluso asaltando colegios religiosos; aquellos que vuelven a sacar a pasear los cadáveres de la Guerra Civil y del franquismo para incitar al odio y al rencor; aquellos que siguen justificando los asedios sediciosos a la sede de la soberanía nacional, se mueven por la siguiente consigna: cuanto peor, mejor. Todo vale, hasta llevarse por delante cualquier atisbo de confianza en la recuperación de nuestra economía, con tal de minar política y electoralmente al PP. En este caso, el conocido epíteto que usara Zapatero se queda realmente corto.

miércoles, 10 de octubre de 2012

AY QUÉ WERT, QUÉ ESCÁNDALO



¿Que se enseñe historia de España e intentar siquiera impedir que se siga adoctrinando en el pensamiento único nacionalista, y por tanto en el odio a España y lo español, para que las aulas de los colegios públicos catalanes dejen de ser algún día puros semilleros de separatismo? Una vuelta al nacionalcatolicismo. ¿Que se garantice en Cataluña (y en otras Comunidades Autónomas, hay que decirlo) la enseñanza en español y, con ello, la libertad de elección de lengua vehicular? Neofranquista. ¿Que encima el Ministro se permita el lujo de, respondiendo a la Consejera catalana de Educación e incluso remedándola, utilizar la expresión 'españolizar' (¡vade retro!) refiriéndose a los contenidos que se les ha de impartir a los alumnos catalanes? Intolerable delito de lesa corrección política, ¡y a la hoguera con él! Ay qué Wert, qué escandalo...

Porque quien más estupor e indignación ha despertado, no en el nacionalismo, sino en la progresía política y mediática, no es quien amenaza con convocar ilegalmente un referéndum para separarse de España, sino quien recuerda la conveniencia de introducir la historia de España en el sistema educativo para que los niños catalanes dejen de estar imbuidos exclusivamente de mentirosa mitología nacionalista. Y ha sido él, quien como Ministro de Educación del Gobierno de la nación pretende cumplir con su obligación, el que ha echado leña al fuego, y no la exhibición totalitaria de simbología nacionalista, propia de la Alemania de los años 30 ('magnífico espectáculo' según el PSOE), que tuvo lugar en el Camp Nou con motivo del último Barcelona-Real Madrid.

Tras el rechazo del Congreso de los Diputados a la proposición secesionista de ERC (gracias a los votos en contra de PP, PSOE y UPyD), poco ha tardado el PSOE en volver donde siempre se ha encontrado más cómodo: alejado del PP y al lado de los nacionalistas. Es más, ha buscado, y creído encontrar, la coartada perfecta. Y es que, debido a sus complejos históricos, siempre tiende a concederle un plus de legitimidad democrática al nacionalismo y a considerar en el fondo que defender sin ambages la unidad de España no deja de ser un 'tic' franquista. Y ay de quien se atreva a poner en solfa los paradigmas del nacionalismo y, sobre todo, denunciar sus desmanes y atropellos.

¿CÓMO SE HIZO LA TRANSICIÓN?

Pese a que tanto la sedición callejera de extrema izquierda como las élites secesionistas, movimientos golpistas al fin y al cabo, pretendan que se haga tabla rasa, la transición democrática significa uno de los periodos de nuestra historia de los que los españoles hemos de sentirnos más orgullosos; por una vez, supimos mirar hacia delante y enterrar divisiones y enfrentamientos cainitas para erigir un régimen democrático, pluralista y de libertades en el que tuviéramos todos cabida. De tal manera que, pese a todas las dificultades (que las hubo, y graves), se consiguió tan loable objetivo de manera generalmente pacífica y sin apenas traumas. Además, constituyó todo un ejemplo a seguir para otros países europeos que vivirían sus particulares transiciones a la democracia pocos años después de que culminara la nuestra, de resultas de la caída del Muro de Berlín y el subsiguiente hundimiento de los regímenes comunistas del Este europeo.

Establecer como inicio de la transición el asesinato del entonces presidente del Gobierno de Franco, el almirante Luis Carrero Blanco, es desde luego una teoría muy generalizada en la historiografía española y extranjera, lo que no obsta para que sea desafortunada. Y es que, de esta forma, se le concede a la ETA un papel de protagonista decisivo e incluso impulsor de la transición que obviamente la organización terrorista en absoluto merece (no tardaría en demostrar que su verdadero objetivo no consistía en acabar con el régimen franquista, como por entonces creía buena parte de la izquierda, sino con España), bajo la muy discutible hipótesis de que, de no haberse cometido tal magnicidio, la evolución hacia la democracia hubiera sido mucho más difícil debido a la resistencia que desde la presidencia del Ejecutivo hubiera opuesto el propio Carrero, que a buen seguro se hubiese mostrado como implacable defensor del mantenimiento de las esencias franquistas.

Pues bien, en primer lugar, y en el supuesto de que el Rey don Juan Carlos hubiera decidido, como hizo con Arias Navarro, ‘confirmar’ a Carrero como presidente en el primer Gobierno de la Monarquía, hubieran podido darse dos posibilidades: o bien que desde ese puesto se allanara a las políticas reformistas impulsadas por el Rey, supuesto quizá más improbable, o bien que en efecto rechazara llevarlas a cabo. En este último caso, la reacción de don Juan Carlos no hubiese tenido por qué ser distinta a la que tuvo con el ‘boicoteador’ Arias Navarro (al que llegó a calificar en público como ‘desastre sin paliativos’): sugerirle su dimisión, que es tanto como forzar su marcha del Gobierno (cuando no, dada su reconocida fidelidad al Rey, hubiese él mismo dimitido por propia iniciativa una vez advirtiera su absoluta falta de sintonía política con el que no dejaba de ser sucesor de Franco). Esa misma lealtad al titular de la Corona le hubiese impedido desempeñar un papel activo contra el cambio de régimen incluso fuera del Gobierno. Pero si por el contrario hubiese decidido liderar el ‘bunker’ que por aquel entonces torpedeaba las reformas democráticas, cabría dudar muy mucho de la eficacia de su obstruccionismo, teniendo en cuenta el escasísimo apoyo con que el franquismo más cerril contaba en la sociedad española: así por ejemplo, la Unión Nacional de Blas Piñar solo obtuvo un escaño en las elecciones generales de 1979, y no parece que con Carrero Blanco al frente los resultados hubieran sido mucho mejores.

Por tanto, la transición democrática hubiese llegado a buen puerto también con Carrero Blanco vivo. Así pues, en rigor, el periodo histórico analizado comenzó con la muerte (en la cama) de Franco (lo que no obsta para que, en efecto, haya que hacer una referencia, siquiera somera, de los antecedentes históricos inmediatos). De que el franquismo sin Franco era absolutamente inviable, además de que España necesitaba evolucionar a la democracia dado el carácter obsoleto del régimen, era consciente la inmensa mayoría de la sociedad española; hasta ese sector más proclive a votar a la derecha (aquello que se llegó a denominar, un tanto injustamente, ‘franquismo sociológico’), en el que cabía incluir también a una mayoría de dirigentes políticos procedentes del régimen franquista (que ingresarían en buena parte en la UCD de Suárez, y otros en la AP de Fraga), abogaba en líneas generales por una transición, eso sí, ordenada a la democracia. No en balde los principales motores del cambio fueron realmente tres pilares del régimen anterior: el propio don Juan Carlos, sucesor de Franco a título de Rey, que utilizó la misma Jefatura del Estado para impulsar los primeros pasos hacia la aprobación de una Constitución que convirtiera su propio poder en simbólico; Torcuato Fernández-Miranda, que desde la presidencia de las Cortes, y ‘de la ley a la ley’, hizo posible convertir el sistema jurídico-político en incipientemente democrático partiendo de las Leyes Fundamentales del franquismo; y, por supuesto, Adolfo Suárez, anterior Ministro Secretario General del Movimiento, que como presidente del Gobierno supo propiciar el consenso para llevar adelante las reformas democráticas.

Buena prueba de la conciencia arraigada dentro del mismo régimen franquista acerca del necesario advenimiento de la democracia fue el ‘hara-kiri’ que las propias Cortes franquistas se autoinfligieron cuando aprobaron por mayoría aplastante (más de los dos tercios necesarios) la Ley para la Reforma Política, que, cabe recordar, proclamaba unos principios absolutamente contrarios al franquismo (soberanía popular, supremacía de la ley, inviolabilidad de los derechos fundamentales de la persona, electividad de diputados y senadores por sufragio universal, etc.), amén de establecer un procedimiento para la reforma constitucional. 425 procuradores votaron a favor, 59 en contra y 13 se abstuvieron: nada menos que un voto favorable del 82 por ciento tras un debate que rayó a gran altura dialéctica, donde destacaron especialmente Fernando Suárez en el reformismo y Blas Piñar en el ‘bunker’. Para su definitiva ratificación, se convocó a referéndum al pueblo español, cuyos deseos de cambio hicieron desoír la recomendación de la oposición, que hizo campaña por la abstención: así, con una participación nada menos que del 77 por ciento, votó a favor el 94,2 por ciento de los electores. La nación española se había pronunciado, por tanto, con meridiana claridad: había que devolverle su soberanía por medio de una Constitución de todos.

Para ello, se volvió a convocar al electorado español a unos comicios generales (los primeros desde 1936) que dieran lugar a unas Cortes constituyentes, aunque en su momento no se plantearon así. Y pese a que UCD y AP lograron los escaños suficientes para construir juntos una mayoría absoluta (166+16=182, 6 más de los necesarios), se evitó incurrir en los mismos errores cometidos por los anteriores procesos constituyentes españoles, es decir, elaborar una Carta Magna que satisfaga los valores y aspiraciones de media España contra los de la otra media; de tal forma que el partido del Gobierno pronto empezó a acordar textos y artículos con los demás grupos parlamentarios, fundamentalmente con el socialista, y especialmente en materia autonómica y de derechos y libertades. Tras su abrumadora aprobación final por las Cámaras, se sometió la Constitución consensuada a referéndum: en este caso con menos participación (tan solo el 67 por ciento de un electorado agotado de tantas consultas en tan poco tiempo), un 87 por ciento de los votantes ratificó la Carta Magna. En esta ocasión, la oposición, que participó en su elaboración, sí recomendó un voto afirmativo (excepto los nacionalistas del PNV).

Pero ahí se acabó el consenso. Tras las elecciones generales de 1979, que prácticamente mantuvieron el panorama político, el PSOE aspiraba legítimamente a conquistar el Gobierno y dio un giro a su estrategia, centrada en desgastar al Ejecutivo que volvería a ostentar la UCD. Porque mucho se ha comentado y escrito sobre la desestabilización de la extrema derecha (que anidaba en considerados entonces ‘poderes fácticos’, como el Ejército), que exigía soluciones drásticas ante la intensidad del terrorismo y un supuesto surgimiento del separatismo. Pero cabe recordar que también el PSOE pondría de su parte en el deterioro de la imagen del presidente Suárez, quien, por ejemplo, fue calificado por el entonces portavoz socialista Alfonso Guerra como ‘tahúr del Mississippi’, amén de acusarle de ‘intentar entrar en el Congreso de los Diputados con el caballo de Pavía’; tampoco dudaría el Grupo Socialista en utilizar contra el Gobierno el ‘caso Arregui’ (la muerte de un terrorista en extrañas circunstancias) y las mortales intoxicaciones por el aceite de colza. La moción de censura presentada por el PSOE en el Congreso fue otra significativa muestra de su táctica basada en desprestigiar la figura de Adolfo Suárez, que finalmente dimitiría. Durante la investidura de su sucesor aparecería un fantasma desgraciadamente muy frecuente en nuestra historia: el de la asonada, en este caso felizmente abortada por el Rey, que se erigió en garante de la Constitución y la soberanía nacional. A partir de entonces, la oposición socialista redujo su intensidad (llegaría a acordar con el nuevo Gobierno de Calvo-Sotelo la LOAPA, aprobada con el objetivo de poner orden en el proceso autonómico); aunque no tendría problemas en alzarse con una aplastante victoria (la mayor en la historia de la democracia) en las siguientes elecciones generales de octubre de 1982 ante la rápida e irrresistible descomposición de la UCD, que había demostrado ser un partido muy útil para propiciar el consenso en la construcción de la democracia, pero nada más (y nada menos).

Y ahí, en el triunfo del PSOE en octubre de 1982 (que significaba la primera llegada al Gobierno de la izquierda desde 1936) marcan muchos historiadores y cronistas el final de la transición democrática. Sin embargo, hay quienes lo sitúan unos meses después, concretamente en mayo de 1983, con el asentamiento del Partido Socialista en el Ejecutivo y su ratificación electoral en los comicios municipales, que dieron como resultado una amplia mayoría socialista. No obstante, considero más bien que la transición democrática culminó realmente con la consolidación de nuestra presencia en la OTAN por referéndum (que el presidente González se empeñó en convocar supuestamente para dar cumplimiento a un compromiso electoral, aunque sería finalmente para confirmar nuestro ingreso y no, como prometió en la oposición, para salir de ella) y nuestra definitiva entrada en la Comunidad Europea (cuyas negociaciones, eso sí, empezaron ya en 1979), ambos acontecimientos en 1986. España, reconocido por fin su sistema político como democrático y de libertades, salía de su aislamiento de las grandes decisiones internacionales y se situaba junto a las democracias occidentales. Ni más ni menos, en el lugar que, por su historia y peso en el panorama mundial, le corresponde.

jueves, 4 de octubre de 2012

ROMNEY Y EL CAMINO DE ESPAÑA



Las referencias a España del candidato republicano Romney en su debate con el presidente Obama han levantado ampollas en nuestro suelo patrio. En este sentido, nuestro Gobierno, que ha reaccionado con cierta contundencia, está en su papel al intentar paliar la deteriorada imagen que todavía sufre nuestro país. Aunque también es cierto que resulta evidente que el camino emprendido por España en los últimos años ha sido absolutamente erróneo, y ahí están las nefastas consecuencias que aún hemos de afrontar. Senda equivocada a la que, puntualicemos, nos han llevado los anteriores Gobiernos socialistas, y que ahora el nuevo Ejecutivo del PP, con mayor o menor acierto, trata de enderezar.

Es normal que en un debate entre dos aspirantes a la presidencia de los EEUU no se haga mención expresa de gobernantes concretos (sobre todo si tenemos en cuenta que el estadounidense medio no tiene ni idea de quién es ZP), pero cabe insistir en que la situación económica actual es básicamente consecuencia de años de Gobiernos de Zapatero, que se negó a admitir la crisis cuando era evidente, no tomó en su momento y en consecuencia las medidas necesarias y, cuando empezó a adoptarlas, lo hizo tarde y mal. Llegar a culpar incluso a Aznar de la crisis es de manual 'progre' (como si ZP no hubiera tenido la oportunidad en siete años y medio de arreglar esos supuestos desaguisados 'aznarianos'), pero durante su mandato España era un ejemplo de justo lo contrario de ahora: de solvencia económica, prosperidad, desarrollo y creación de empleo, hasta el punto de que en su momento Berlusconi basó su campaña electoral en su promesa de convertir a Italia en un país tan pujante como la España de Aznar; y cabe recordar también la visita oficial de Chirac a España en aquellos años resaltando la 'grandeur' de nuestro país en pleno Congreso de los Diputados. Hasta que vino inesperadamente el de León a lomos del 11-M.

¿Y qué argumentos utilizan quienes responsabilizan a Aznar de la crisis? Fundamentalmente, la Ley del Suelo, la gran y pertinaz mentira de la izquierda: en efecto, hubo una ley de liberalización del suelo del primer Gobierno del PP que la progresía y demás indocumentados presentan como el detonante de la burbuja inmobiliaria; pero, eso sí, ocultan que fue declarada inconstitucional por el Tribunal Constitucional, que estableció que las competencias de urbanismo pertenecen en exclusiva a las Comunidades Autónomas; y, claro, cada una hizo de su capa un sayo. La crisis financiera, y el subsiguiente estallido de la burbuja inmobiliaria en países como Estados Unidos o España, se debe a la política monetaria expansiva impulsada por los Bancos Centrales, empezando por la Reserva Federal (a instancias, por cierto, del keynesiano Krugman), que de esta forma pretendía sustituir la burbuja de las 'punto com' por la inmobiliaria. ¿Tiene, por tanto, Zapatero la culpa del origen de la crisis? Desde luego que no; pero sí se le ha de responsabilizar de alargar y agravar sus consecuencias, por las razones antes aducidas.

También hay quien culpa a la entrada de España en el euro, que se produjo durante la primera legislatura del PP. Sin embargo, cabe puntualizar que, antes de que Aznar llegara al Gobierno, nuestro país no cumplía ninguna de las condiciones para entrar en él; pero, en virtud de las medidas liberalizadoras y de reducción del gasto público que adoptó, pasamos a cumplirlas todas e ingresamos en el grupo de cabeza, y eso resultó harto beneficioso para nuestra economía, que pasó a crecer por encima de la media europea y a crear más de la mitad del empleo de toda la UE. Que después la Unión Monetaria no se haya dotado de instrumentos que hayan evitado o, al menos, paliado esta crisis del euro (por ejemplo, que haya un Banco Central que actúe en estos casos como la Reserva Federal o el Banco de Inglaterra), no es culpa precisamente de España, ni de Aznar.

Mitt Romney se quedó algo corto en su mención al porcentaje de gasto público de la economía española (que, por cierto, se redujo en 5,5 puntos durante las dos legislaturas de Aznar): no es del 42%, sino, según los últimos datos (referidos a 2011), del 43,6%; eso sí, sensiblemente por debajo de países como Alemania, Francia, Italia o Bélgica, en los que se sitúa alrededor del 50%. Por tanto, aunque el candidato republicano presentara como argumento nuestro caso concreto, el problema del excesivo peso del gasto público en la economía no es tanto español como europeo en general, ya que en el viejo continente reina el consenso socialdemócrata. En cualquier caso, y según el Programa de Estabilidad, el Gobierno de Rajoy aspira a alcanzar en 2015 una reducción del gasto público sobre el PIB de hasta el 37,7%. Porque, en efecto, conviene tomar un camino radicalmente distinto.

martes, 2 de octubre de 2012

SOBRE LOS SENTIDOS DE LA LIBERTAD

En su magnífico y célebre ensayo ‘Dos conceptos de libertad’, presentado en 1958 como conferencia en la Universidad de Oxford, Isaiah Berlin intenta desentrañar el verdadero y auténtico significado de un término tan polisémico y, como tal, utilizado en tantos sentidos y en tan diferentes contextos como es el de libertad; valor que, como él resalta, casi todos los moralistas que ha habido en la historia han ensalzado. Para ello, examina solo dos de las nociones que tiene la palabra, pero que, dada la experiencia de las consideraciones y significados concretos de los que se la ha dotado desde un punto de vista político, filosófico o ideológico, se las puede considerar como las realmente fundamentales. Así, distingue ya desde el principio del texto entre libertad negativa (que respondería básicamente a la siguiente pregunta: ‘¿cómo es el espacio en el que al sujeto se le deja hacer o ser, sin la interferencia de otras personas?’) y libertad positiva (‘¿qué o quién es la causa de interferencia que puede determinar que el sujeto sea o haga una cosa u otra?').

Como él mismo explica en su escrito ‘Mi trayectoria intelectual’, también los denomina por la preposición que requiere cada concepto: así, en su sentido negativo sería ‘libertad de’ (expresión, circulación, pensamiento, religión, asociación, etc.), que determina un ámbito individual en el que ningún poder ni persona ajena ha de inmiscuirse; es ni más ni menos que la definición de libertad individual que hace Hayek: ausencia de coacción. En cuanto a su sentido positivo, sería ‘libertad para’ (desarrollarse como persona, llevar una vida digna, decidir, votar, etc.), que se centra en los obstáculos e impedimentos que limitan las posibilidades de acción y en cómo superarlos.

La deuda de esta teoría de la libertad con Benjamin Constant, más concretamente con las ideas que expresara en su ensayo ‘De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos’, es evidente, y así lo hace ver el propio Berlin en varios pasajes del texto. Según Constant, la libertad de los antiguos consistía en la participación del ciudadano en los asuntos públicos, como era el caso de la democracia ateniense; sin embargo, este concepto de libertad se limitaba a quienes ostentaban la consideración de ciudadanos, de la que estaban excluidos mujeres, esclavos y extranjeros. Ahora bien, posteriormente fue abriéndose paso la idea de que, con anterioridad a la implantación de las comunidades políticas, cada individuo posee unos derechos por naturaleza, derivados de su propia dignidad como persona (así por ejemplo, Locke), y que como tales había que respetar y garantizar. Estos derechos se entendieron como ‘libertades’, ya que proceden de la afirmación de que todo ser humano tiene capacidad para ser libre y, por tanto, el derecho a ejercer la libertad. He aquí el concepto que Constant define como libertad de los modernos. De tal forma que la libertad no consiste solo en participar en la vida pública: para que una persona sea libre se le ha de respetar y proteger sus derechos y permitirle disfrutar con independencia de su vida privada.

Así, el filósofo y político francés de origen suizo alertaba del peligro de que, tras la Revolución Francesa y la época napoleónica, acabara imponiéndose el concepto de libertad de los antiguos sobre el de los modernos, y que en consecuencia se desnaturalizara la libertad limitándola al ejercicio de supuestos derechos de participación política, pero sin garantizar e incluso recortando y minimizando las libertades individuales. En este mismo sentido, el propio Berlin define a la Revolución Francesa, al menos en su fase jacobina, como ‘una erupción del deseo de libertad positiva’, aunque el resultado consistió en un ‘fuerte recorte de las libertades individuales’. De ahí que Constant abogara por el sistema político británico y pusiera como ejemplo la Gloriosa Revolución de 1688.

En un sentido muy similar, Hayek, en su magno ensayo ‘Los fundamentos de la libertad’, destaca la distinción que, basándose en la tradición de las revoluciones, el filósofo Francis Lieber estableció en 1848 entre libertad ‘anglicana’ y libertad ‘galicana’; esta última ‘se intenta en el gobierno’, ya que ‘los franceses tratan de conseguir el más alto grado de civilización política en la organización, es decir, en el más alto grado de intervención estatal. La cuestión de si esta intervención es despotismo o libertad se decide por el hecho de quién interviene y por la clase de beneficios a cuyo favor la intervención tiene lugar, mientras que de acuerdo con el punto de vista anglicano, tal intervención constituiría siempre o absolutismo o aristocracia…’. Señala Hayek que la tradición inglesa se hizo explícita principalmente por medio de filósofos morales como David Hume, Adam Smith o Adam Ferguson, y extraída largamente de una tradición enraizada en la jurisprudencia de la ‘common law’. Todo lo contrario que el racionalismo cartesiano propio de los ilustrados franceses, como los enciclopedistas, Rousseau o los fisiócratas. El propio Hayek lamenta que la tradición francesa de ‘libertad’ haya desplazado progresivamente en todas partes a la inglesa.

Esa imposición de la libertad positiva sobre la negativa se advierte también en la emergencia del llamado ‘Estado social’ en los regímenes democráticos occidentales. Antes de su surgimiento, el Estado liberal de Derecho se limitaba a garantizar unos derechos individuales, civiles y políticos, que no requerían prestaciones sociales, sino solo vigilancia y represión de las posibles perturbaciones; eran los derechos ‘naturales’ propios de la burguesía liberal decimonónica. Se trataba de un Estado básicamente abstencionista en lo económico, cuyo objetivo fundamental, siguiendo a Locke, consistía en proteger la vida, la libertad y la propiedad de los ciudadanos. Sin embargo, ya desde finales del siglo XIX se intentaba superar una supuesta diferencia entre la formalización jurídica de los derechos y su ejercicio efectivo: para ello, el ciudadano ya no debía ser solo una persona integrada política y jurídicamente en un país o nación, sino también económica, social y culturalmente; y, por su parte, el Estado tendría que dejar de ser meramente vigilante y represor para cumplir además un papel fundamental como conformador de la sociedad.

De tal forma que surgiría el que se conoce como ‘Estado social de Derecho’, expresión ideada por Heller en 1929: a partir de entonces, el ciudadano no solo requiere del Estado su simple cometido protector de sus derechos individuales y su no intromisión en su vida privada (libertad negativa), sino también la obligación de realizar prestaciones ‘positivas’ para garantizar un mínimo existencial y promover las condiciones de satisfacción de aquellas necesidades individuales y sociales que el mercado supuestamente sería incapaz de proporcionar (libertad positiva). Tras la Segunda Guerra Mundial, este concepto de ‘Estado social’ como promotor de los derechos ‘positivos’, definidos como económicos, sociales o culturales, se encontraba ya prácticamente generalizado en las democracias occidentales.

Berlin, tras concluir que son dos conceptos relacionados, pero distintos, y que en realidad no llegan a entrar en conflicto (la respuesta a una no determina necesariamente la respuesta a otra), destaca que la idea de libertad positiva ha conducido históricamente a perversiones terribles, mucho más que la interpretación de ‘laissez faire’ económico que pudiera derivarse de la libertad negativa. Distorsiones que proceden en buena parte del racionalismo que se superpone sobre la tradición consuetudinaria: el ciudadano solo puede ser verdaderamente libre y, por tanto, autocontrolarse, si es un ser realmente racional; si no lo es suficientemente, debe obedecer a aquellos que sí lo sean completamente y, como tales, sepan lo que es mejor, no solo para ellos mismos, sino para el prójimo. En pos de ese objetivo de lograr hacer del ciudadano un ser maduro, racional, es lícito imponer la coacción, puesto que en realidad se está actuando a favor suyo, en interés de un yo superior controlado por un yo inferior. Y de esta forma además se construirá una sociedad caracterizada por la armonía y la verdadera libertad de todos sus ciudadanos.

Basta con proclamarse depositarios de la voluntad de la ‘nación’, o del ‘pueblo’ (como los totalitarismos fascista o nazi), o simplemente conocedores del destino humano (como es el caso de la teoría marxista del inevitable advenimiento del ‘liberador’ comunismo tras la transitoria imposición de la dictadura del proletariado), para acabar haciendo un uso radicalmente distorsionado del concepto de libertad positiva. Esa ‘ingeniería social’ tan en boga durante el siglo XX parte del principio de que hay quien sabe mejor que nadie lo que le conviene a cada uno personalmente; o también a la ‘nación’ o al ‘pueblo’ en general, que actuaría de la misma forma si hubiese alcanzado ese nivel de comprensión histórica. Como concluye el propio Berlin: ‘Ésta es la gran perversión de la que es responsable la idea de libertad positiva: tanto si la tiranía la administra un líder marxista, un rey, un dictador fascista, los maestros de una iglesia autoritaria, una clase o un Estado…’.

En este mismo sentido, debemos hacer de nuevo referencia a Hayek, que alertaba de la ‘arrogancia fatal’ de aquellos planificadores que creen que poseen toda la información existente sobre una sociedad, sin tener en cuenta los procesos históricos de desarrollo, como el conocimiento disperso y el orden espontáneo; grave error que se origina en los intentos racionales y constructivistas de imponer desde arriba valores, ideales y, desde el punto de vista económico, precios. Los resultados de la planificación central desde el Estado, que también hemos de considerar otro ejemplo más de perversión del concepto de libertad positiva, son tan conocidos como trágicos.

Y es que no cabe confundir las ideas, principios y conceptos, como bien puntualiza Berlin: ‘la libertad es la libertad, no la igualdad, la justicia o la cultura, o la felicidad humana, o tener la conciencia tranquila. Si mi libertad, o la libertad de mi clase, o la libertad de mi nación, depende de la miseria de otros seres humanos, el sistema que promueve este estado de cosas es injusto e inmoral’. Porque cuando se considera lícito que los más racionales coaccionen a los individuos irracionales, la libertad deja de existir y se convierte única y exclusivamente en disfrute del poder; que no porque lo ejerzan los más buenos y sabios resulta menos despótico.

En suma, Berlin expone en su magnífico ensayo las distintas nociones, incluidas sus falsedades, distorsiones y tergiversaciones, que del principio de libertad podemos distinguir según la experiencia histórica; aunque para mayor claridad expositiva decidió dividir el mismo en dos grandes conceptos, fácilmente entendibles por sus repercusiones históricas, jurídicas y políticas. Eso sí, cabe reconocer que el verdadero y originario concepto de libertad política es el genuinamente liberal, el que restringe la coacción del poder y establece un ámbito individual y privado en el que no ha de inmiscuirse; esto es, la libertad que Berlin define como ‘negativa’. Otras ‘libertades’ que se basan precisamente en la coerción del individuo y en la intromisión de su vida privada no han de ser merecedoras en absoluto de tal definición, por buenas, benéficas y sabias que puedan ser sus intenciones.