lunes, 24 de marzo de 2014

ADOLFO SUÁREZ, O LA DEMOCRACIA ESPAÑOLA

'¡Qué error, qué inmenso error!'. Con semejante exclamación titulaba el historiador Ricardo de la Cierva su artículo en el diario 'El País' (sí, 'El País', eran otros tiempos) sobre el nombramiento de un entonces desconocido Adolfo Suárez como presidente del Gobierno de la Monarquía. Siguiendo esa misma estela, la revista 'Cuadernos para el Diálogo' editorializaba con 'El error Suárez', al modo de aquel 'error Berenguer' con el que Ortega y Gasset vaticinaba el definitivo hundimiento de la Monarquía alfonsina cerrando su texto con un claro y contundente 'Delenda est Monarchia'. Ortega acabaría acertando, pero no, afortunadamente, De la Cierva ni los editorialistas de 'Cuadernos'. Sea como fuere, no dejaba de resultar sorprendente que el Rey don Juan Carlos, frente a 'la terna' que se tenía por segura (formada por los supuestamente mucho más preparados y experimentados Areilza, Fraga y Fernández Miranda), se inclinara por un simple burócrata del régimen (un 'chusquero de la política', como él mismo llegó a definirse), sin el más mínimo prestigio político ni intelectual, para hacer frente en primerísima persona a una tarea de tantísimo calado como llevar a buen puerto la transición a la democracia. ¿Se trataba más bien de un mero capricho del Monarca?

'Elevar a la categoría política de normal, lo que a nivel de calle es plenamente normal'. De manera tan atinada definió el propio Suárez el objetivo primordial de cometido tan ingente: llevar a la política y a las instituciones unos hábitos y modos de comportamiento democráticos hace tiempo arraigados en una sociedad española que, gracias sobre todo a la consolidación de las clases medias, se había modernizado y 'occidentalizado' a ojos vista. El autoritarismo político, pues, no tenía ningún sentido; tan solo para nostálgicos aferrados desesperadamente a un pasado ya superado. Suárez tenía muy claro este principio, y además confiaba ciegamente en que España estaba absolutamente preparada para la democracia. Por tanto, era el hombre adecuado para liderar semejante empeño: su brillante defensa en las Cortes como Ministro Secretario General del Movimiento de la aperturista Ley de Asociaciones Políticas era buena prueba de ello, y fue quizá lo que acabó de convencer al Rey de la oportunidad de su nombramiento. Además, era joven, atractivo y muy telegénico, virtudes muy a tener en cuenta en una época en la que los 'mass-media', especialmente la televisión, ya tenían una presencia importante en la vida de los españoles.

En general, de que el franquismo sin Franco era absolutamente inviable, además de que España necesitaba evolucionar a la democracia dado el carácter obsoleto del régimen, era consciente la inmensa mayoría de la sociedad española; hasta ese sector más proclive a votar a la derecha (aquello que se llegó a denominar, un tanto injustamente, ‘franquismo sociológico’), en el que cabía incluir también a una mayoría de dirigentes políticos procedentes del régimen franquista (que ingresarían en buena parte en la Unión de Centro Democrático -UCD- de Suárez, y otros en la Alianza Popular -AP- de Fraga), abogaba en líneas generales por una transición, eso sí, ordenada a la democracia. No en balde los principales motores del cambio fueron realmente tres pilares del régimen anterior: el propio don Juan Carlos, sucesor de Franco a título de Rey, que utilizó la misma Jefatura del Estado para impulsar los primeros pasos hacia la aprobación de una Constitución que convirtiera su propio poder en simbólico; Torcuato Fernández-Miranda, que desde la presidencia de las Cortes, y ‘de la ley a la ley’, hizo posible convertir el sistema jurídico-político en incipientemente democrático partiendo de las Leyes Fundamentales del franquismo; y, por supuesto, Adolfo Suárez, anterior Ministro Secretario General del Movimiento, que como presidente del Gobierno supo propiciar el consenso para llevar adelante las reformas democráticas.

Buena prueba de la conciencia arraigada dentro del mismo régimen franquista acerca del necesario advenimiento de la democracia fue el ‘hara-kiri’ que las propias Cortes franquistas se infligieron cuando aprobaron por mayoría aplastante (más de los dos tercios necesarios) la Ley para la Reforma Política, que, cabe recordar, proclamaba unos principios absolutamente contrarios al franquismo (soberanía popular, supremacía de la ley, inviolabilidad de los derechos fundamentales de la persona, electividad de diputados y senadores por sufragio universal, etc.), amén de establecer un procedimiento para la reforma constitucional. 425 procuradores votaron a favor, 59 en contra y 13 se abstuvieron: nada menos que un voto favorable del 82 por ciento tras un debate que rayó a gran altura dialéctica, donde destacaron especialmente Fernando Suárez en el reformismo y Blas Piñar en el ‘bunker’. Fue, en cualquier caso, el primer gran triunfo de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno. Para su definitiva ratificación, se convocó a referéndum al pueblo español, cuyos deseos de cambio hicieron desoír la recomendación de la oposición, que hizo campaña por la abstención: así, con una participación nada menos que del 77 por ciento, votó a favor el 94,2 por ciento de los electores. La nación española se había pronunciado, por tanto, con meridiana claridad: había que devolverle su soberanía por medio de una Constitución de todos.

Para ello, se volvió a convocar al electorado español a unos comicios generales (los primeros desde 1936) que dieran lugar a unas Cortes constituyentes, aunque en su momento no se plantearon así. Y pese a que UCD y AP lograron los escaños suficientes para construir juntos una mayoría absoluta (166+16=182, 6 más de los necesarios), se evitó incurrir en los mismos errores cometidos por los anteriores procesos constituyentes españoles, es decir, elaborar una Carta Magna que solo satisfaciera los valores y aspiraciones de media España contra los de la otra media; de tal forma que el partido del Gobierno pronto empezó a acordar textos y artículos con los demás grupos parlamentarios, fundamentalmente con el socialista, y especialmente en materia autonómica y de derechos y libertades. Tras su abrumadora aprobación final por las Cámaras, se sometió la Constitución consensuada a referéndum: en este caso con menos participación (tan solo el 67 por ciento de un electorado agotado de tantas consultas en tan poco tiempo), un 87 por ciento de los votantes ratificó la Carta Magna. En esta ocasión, la oposición, que participó en su elaboración, sí recomendó un voto afirmativo (excepto los nacionalistas del PNV).

Pero ahí se acabó el consenso, saldado con un éxito indiscutible gracias en gran parte a los buenos oficios del presidente Suárez. Tras las elecciones generales de 1979, que prácticamente mantuvieron el panorama político, el PSOE aspiraba legítimamente a conquistar el Gobierno y dio un giro a su estrategia, centrada en desgastar al Ejecutivo que volvería a ostentar la UCD. Porque mucho se ha comentado y escrito sobre la desestabilización de la extrema derecha (que anidaba en considerados entonces ‘poderes fácticos’, como el Ejército), que exigía soluciones drásticas ante la intensidad del terrorismo, muy especialmente el etarra, y un supuesto surgimiento del separatismo; a lo que se sumaba el descontento generado por la legalización del PCE en el llamado 'Sábado Santo Rojo'. Pero cabe recordar que también el PSOE contribuiría en primera línea al deterioro de la imagen del presidente Suárez, quien, por ejemplo, fue calificado por el entonces portavoz socialista Alfonso Guerra como ‘tahúr del Mississippi’, amén de acusarle de albergar la oscura intención de 'entrar en el Congreso de los Diputados con el caballo de Pavía’; tampoco dudaría el Grupo Socialista en utilizar contra el Gobierno el ‘caso Arregui’ (la muerte de un terrorista en extrañas circunstancias) y las mortales intoxicaciones por el aceite de colza. La moción de censura presentada por el PSOE en el Congreso fue otra significativa muestra de su táctica basada en desprestigiar la figura de Adolfo Suárez, que, acosado también por las intrigas palaciegas en el seno de su propio partido, finalmente dimitiría.

Durante la investidura de su sucesor aparecería un fantasma desgraciadamente muy frecuente en nuestra historia: el de la asonada, que sería felizmente abortada por un Rey que se erigió en garante de la Constitución y la soberanía nacional. Pasará a la historia la gallarda y valiente reacción de Suárez, junto a su vicepresidente y Ministro de Defensa Gutiérrez Mellado, cuando, en primer lugar, se enfrentó a los golpistas en el Congreso, y después, y pese a los tiros al techo con que le respondieron, se mantuvo sentado en su escaño, y no bajo él como el resto de los diputados (con la también honrosa excepción, todo hay que decirlo, de Santiago Carrillo). No le importaba poner en riesgo su propia vida con tal de defender su obra más preciada: la llegada de las libertades y la democracia a España.

La UCD, con su definitiva extinción, acabó mostrando su verdadera entidad: una mera coalición electoral basada en una frágil amalgama de distintas y muy variadas corrientes políticas (conservadores, liberales, democristianos, socialdemócratas) que serviría para propiciar el consenso en la construcción de la democracia, pero nada más (y nada menos). Para gestionar la agenda política propia de un Gobierno, y especialmente en un contexto de grave crisis económica y política, demostró ser un verdadero desastre y una simple caja de resonancia de ambiciones personales. Suárez también terminaría dimitiendo de la presidencia de su partido para a continuación fundar otro: el Centro Democrático y Social (CDS), al que se llevaría a 'suaristas' a ultranza como su fidelísimo Agustín Rodríguez Sahagún.

Tras el previsible fracaso de las elecciones generales de 1982 (aunque el mismo Suárez lograría un escaño, junto al propio Rodríguez Sahagún), en posteriores comicios el proyecto del CDS parecía al principio tener posibilidades de alcanzar su objetivo primordial: obtener la representación y el peso electoral suficiente como para desempeñar el papel de 'bisagra' al modo de los liberales en Alemania. Y quién sabe, de la misma forma que Rodríguez Sahagún había llegado a la Alcaldía de Madrid de resultas de un acuerdo poselectoral con AP, por qué no cabría pensar en un regreso de Suárez a La Moncloa por una vía parecida. Pero esa misma política de pactos municipales y autonómicos basada en el mero oportunismo (en unos sitios con el PSOE, en otros con AP-PP) terminó desgastando al CDS, al que también perjudicó el carácter centrista y liberal que un joven Aznar imprimió a un Partido Popular refundado, renovado y por fin con opciones reales de desbancar a un socialismo hegemónico. Tras unas elecciones municipales y autonómicas, las de 1991, en las que se habían depositado tantísimas esperanzas, Suárez también dejaría la presidencia del CDS y se retiraría definitivamente de la actividad política.

Desde entonces, su vida se volcó en el terreno personal y familiar, no exento precisamente de experiencias tremendamente dolorosas como la muerte por cáncer de su mujer, su adorada Amparo, que tanto le marcó; de la misma lacra sería posteriormente víctima su hija Mariam, de cuya pérdida ya no fue consciente. En este sentido, sus escasas pero muy sonadas apariciones públicas hicieron cada vez más evidente su deterioro mental, muy significativamente su intervención en 2003 en un mítin en Albacete para defender públicamente la candidatura de su hijo, Adolfo Suárez Illana, a la presidencia regional de Castilla-La Mancha por el PP. Desde entonces, ha estado manteniendo una larga y denodada lucha contra el Alzheimer, siempre rodeado del afecto, apoyo y aliento de los suyos.

Descanse en paz Adolfo Suárez González, el hombre de la reconciliación y el consenso político que propició el actual sistema democrático. Porque a él le debemos en primer lugar la construcción y consolidación de un régimen de libertades en España. Adolfo Suárez, o la democracia española. Sin duda, su nombre queda grabado con letras de oro en nuestra historia.

Post scríptum: Dejo constancia de que, en interés de la adecuada fidelidad del texto a la verdad de los hechos relatados, he añadido un par de datos oportunamente apuntados y sugeridos. Muchas gracias, Raquel.

viernes, 21 de marzo de 2014

LA CONTRIBUCIÓN DE LOCKE AL PENSAMIENTO LIBERAL

En las tesis políticas de John Locke encontramos en realidad el origen del pensamiento liberal clásico, o al menos de un 'preliberalismo'. Así por ejemplo, resulta clara y significativa la influencia lockeana en uno de los hitos históricos del liberalismo, la Declaración de Independencia norteamericana, que proclamaba como derechos inalienables del individuo 'la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad'; precisamente Locke asignaba al Estado, surgido por el consentimiento de los gobernados, los cometidos básicos de la protección de los derechos naturales y prepolíticos a la vida, la libertad y la propiedad, y en esa función justificaba su existencia.

Locke, que respaldó la Revolución Gloriosa de 1688, intervino al principio en la controversia acerca de la libertad religiosa que surgió en Inglaterra a partir de la disidencia de la Iglesia anglicana, y aseveró que en el ejercicio de esa libertad no debía haber más límites que las libertades individuales de otros y los posibles perjuicios a la comunidad en general. Pero con sus 'Dos tratados sobre el Gobierno civil' (1689) construyó una teoría más acabada sobre lo que debía ser un Estado y sociedad liberales.

En realidad, también supuso una contundente réplica a Thomas Hobbes y su 'Leviatán' (1651), y más concretamene a su tesis política de que la cesión de poder a los gobernados ha de realizarse a un Estado de carácter absolutista y poder ilimitado: era como si los ciudadanos quisieran protegerse de las mofetas y los zorros confiando en que un león no fuera a atacarles, fue la metáfora utilizada por Locke. En lo que sí coincidieron Hobbes y Locke fue en el 'constructo artificial' (tal y como lo definieron y denunciaron posteriormente liberal-conservadores como Michael Oakeshott, siempre reacios a reconocer unos derechos naturales o una condición 'prepolítica' del hombre) del 'estado de naturaleza' originario para explicar el posterior 'contrato social' por el que se erige un Gobierno 'por consentimiento'.

Quizá la diferencia en las conclusiones acerca del carácter del Estado resultante (absolutista en Hobbes, liberal-representativo en Locke) se deba fundamentalmente a cómo contemplaban uno y otro el 'estado de naturaleza': para Hobbes, una 'guerra de todos contra todos', que propiciaba para el hombre una vida 'solitaria, pobre, desagradable, brutal y breve'; para Locke sin embargo, el hombre en tal estado sí era consciente de la existencia de esos derechos naturales consistentes en respetar la vida, la libertad y la propiedad de la tierra y de los consiguientes límites morales, si bien las dificultades procederían de, además de que obviamente no todos respetarían esos derechos en los demás, las controversias particulares surgidas de distintas interpretaciones sobre su ejercicio y, de la misma forma, de la ausencia de protección ante agresiones externas. De ahí que se hiciera necesario que los gobernados acordaran por consentimiento ceder su poder y autoridad a un Gobierno que protegiera los derechos naturales y ejerciera de árbitro en las disputas entre particulares.

Esa cesión de autoridad, o soberanía, era para Hobbes definitiva; para Locke no lo era en absoluto, ya que debería cumplir su cometido básico (y prácticamente único) de proteger la vida, la libertad y la propiedad de los súbditos. En caso contrario, quienes prestaron su consentimiento tendrían toda la legitimidad para retirárselo y, por tanto, derrocar al Gobierno o poder establecido de distintas formas, incluido el tiranicidio si fuese necesario.

Para hacer efectivo ese papel protector de derechos por parte del Estado lockeano, y evitar en lo posible abusos de poder, Locke también esbozó una propuesta de división de poderes, bajo el principio del riesgo que supone concentrar el poder en unas mismas manos. Así, estableció una separación entre los poderes legislativo y ejecutivo, entre quienes debían hacer las leyes y ejecutarlas; sin embargo, no separó el poder judicial del ejecutivo, tal y como hiciera después Montesquieu en su más elaborada teoría de la división de poderes. En este sentido, el régimen de Gobierno ideal para Locke era la Monarquía constitucional inglesa, que distribuía las funciones entre el poder ejecutivo del Rey y el legislativo del Parlamento (Cámara de los Comunes y Cámara de los Lores), si bien su sistema político también era perfectamente aplicable a un régimen republicano moderado.

Sea como fuere, sería muy exagerado ver en Locke a un demócrata, o un preludio de democracia: él atribuía la condición de ciudadano al varón propietario, y por tanto cabe concluir que no hubiera simpatizado en absoluto con los movimientos favorables a la ampliación del sufragio. En este sentido también influyó en las limitaciones que el liberalismo clásico proponía tanto al ejercicio activo como pasivo del voto.

jueves, 13 de marzo de 2014

13-M: DIEZ AÑOS DE IGNOMINIA

Y sobre la infamia, la ignominia. Se cumplen diez años también del más furibundo ataque a las reglas de juego democráticas desde el 23-F: la violación por parte de la izquierda mediática y política de una jornada de reflexión previa a unas elecciones generales. Era el 13-M. Al 'agit-prop' promovido desde las terminales mediáticas de la progresía, con el que alcanzó su éxtasis la divulgación del grandioso embuste de los terroristas suicidas y sus calzoncillos, le pondría la guinda el mismísimo Rubalcaba proclamando que los españoles se merecían un Gobierno que no les mintiera; lo que viniendo de un mentiroso compulsivo, del portavoz del Gobierno del GAL y del responsable político del Faisán, no dejaba de sonar a broma macabra.  
Aunque cabe reconocer que, por desgracia, la estrategia, escenificada en 'espontáneos' cercos a sedes del PP, se saldó con un éxito indiscutible puesto que logró lo que pretendía: que una mayoría de españoles volcara su indignación, no hacia los terroristas fuesen quienes fuesen, sino hacia el Gobierno que precisamente más se había significado en la lucha contra el terrorismo. La culpa no la tenían quienes habían puesto las bombas en los trenes, sino un Ejecutivo que nos había colocado en la diana del terrorismo islamista por apoyar la guerra de Irak. Así se lo había expresado el propio Rubalcaba a los suyos cuando comenzaron a aparecer, sospechosamente y a cuentagotas, pistas que parecían apuntar a una autoría islamista: 'hemos ganado las elecciones'. En efecto, se había generado el clima político y mediático adecuado para que millones de electores españoles se vieran embargados por una especie de gigantesco síndrome de Estocolmo e hicieran realidad el mismísimo objetivo de los autores de la masacre: votar para botar al PP del poder. Y no fue en balde, porque el giro que daría el nuevo Gobierno de Zapatero tanto en política exterior como antiterrorista sería verdaderamente copernicano.

No es de extrañar, por tanto, que cierto tertuliano de la progresía, no solo mencione y recuerde aquellos actos contrarios a la legalidad vigente, sino que incluso alardee y se declare orgulloso de llevarlos a cabo. Contra la derecha vale todo, ya se sabe, y cuando está en el poder ninguna ley ni norma ha de ser impedimento alguno para echarla 'como sea'. Con lo cual una canallada, un atropello, llega a convertirse en heroicidad. E incluso motivo para sacar 'buenos recuerdos' de unas jornadas trágicas y teñidas de sangre.

martes, 11 de marzo de 2014

11-M: TODAVÍA LES DEBEMOS LA VERDAD


Se cumple más de una década de la mayor infamia de nuestra democracia: el 11-M. Los 191 muertos de tan salvajes atentados terroristas merecen nuestro recuerdo emocionado, además de la solidaridad debida a los 1.500 heridos, a los familiares y a todas las víctimas en general; a las cuales, no obstante, y se diga lo que se diga, todavía les debemos el compromiso de averiguar toda la verdad acerca de la masacre.

Porque, nada menos que más de diez años después, en absoluto podemos afirmar con la rotundidad requerida en estos casos que se ha resarcido, no económicamente, sino moralmente, que es mucho más importante, a las víctimas del 11-M. Por desgracia, lo único que tenemos es exactamente lo mismo que cuando se conmemoró el quinto aniversario de los atentados: una sentencia que solo tiene la virtud de ser 'políticamente correcta', puesto que no culpa ni a la ETA ni, por cierto, a Al Qaeda (pese a determinadas investigaciones periodísticas que en la actualidad lo dan por hecho); pero con tantísimas carencias que seguimos sin saber nada acerca de dónde partió la orden de cometer la masacre (es decir, quién es el necesario 'autor intelectual'), ni a ciencia cierta cuál ha sido el explosivo utilizado.

El paso del tiempo tampoco ha convertido en verosímil que la 'mano de obra' de atentados de tal magnitud lo conformaran exclusivamente dos confidentes de la policía, moros aunque de islamistas tenían bien poco, y un minero asturiano esquizofrénico. Además, no han llegado a obtener respuesta las muchas interrogantes que pusieron en entredicho la actuación de la Policía en sus pesquisas e investigaciones. Demasiados cabos sueltos como para atreverse a declarar como 'verdad judicial' la sentencia del controvertido juez Gómez Bermúdez; porque el hecho de que haya que acatarla no implica que debamos comulgar con ruedas de molino.

En suma, no se trata de adherirse a ninguna teoría conspiranoica, sino simple y llanamente de buscar la verdad y que se haga realmente justicia. Es el mejor homenaje que hoy les podemos rendir a quienes les arrebataron sus vidas en aquel fatídico día.

viernes, 7 de marzo de 2014

REPRESENTACIÓN POLÍTICA Y SOBERANÍA NACIONAL


Los antecedentes históricos de la moderna representación política los encontramos sin duda en los parlamentos medievales que eran comunes a los países europeos. Precisamente los elementos y características que diferencian uno de otro tipo de representación (la moderna respecto de la medieval) se basan el cambio (paulatino, por ejemplo, en el caso de Inglaterra, pero más abrupto en Francia) de titular de la soberanía: en la Edad Media, residía en el Rey en virtud de un 'paktum' con el pueblo, y por tanto el parlamento medieval cumplía un papel de 'antagonista' para defender determinados intereses estamentales ante posibles abusos de la Corona; a partir del triunfo de la idea liberal-burguesa de la representación, la soberanía pasó a ostentarla la nación como cuerpo político unido, y al parlamento, como representación política de esa soberanía nacional, le correspondió entonces desempeñar el cometido de 'protagonista' (si bien su labor de freno y control al poder Ejecutivo siguió intacto).

En cualquier caso, la representación política en sentido moderno no se manifestaba en formas de 'democracia directa' que, por ejemplo, tanto Siéyes como Madison criticaron por sus efectos perniciosos y su inestabilidad, patente según este último en el caso de la democracia griega; bien al contrario, la soberanía nacional ha de plasmarse en la acción de unos representantes elegidos por un cuerpo electoral más o menos extenso, pero que han de caracterizarse por poseer unos conocimientos y virtudes que se sitúen por encima del elector medio para de esta manera tratar de la mejor manera posible los asuntos y necesidades de la nación.

Así por ejemplo, Montesquieu resaltaba que el ciudadano común está muy bien facultado para elegir a sus gobernantes o representantes, pero no para llevar directamente los asuntos de gobierno. Incluso posteriormente, John Stuart Mill llegó a idear un sistema electoral para que el voto más instruido y preparado tuviese más peso. En este sentido, el concepto de soberanía nacional se opone al de 'soberanía popular' que defendiera Rousseau, partidario de una especie de poder directo del pueblo sin representantes que mediatizaran la voluntad popular.

Derivado precisamente de ese nuevo carácter del diputado o gobernante como representante de la nación, se impuso la abolición de ese mandato imperativo que constreñía a los representantes medievales: los miembros del parlamento ya no estaban ahí para defender determinados intereses estamentales o corporativos siguiendo a rajatabla unos 'cuadernos de instrucciones', sino los de la nación en su conjunto.

Así, Blackstone destacaba que los miembros de la Cámara de los Comunes representaban los intereses del reino en su conjunto; por su parte, Burke puntualizó que los asuntos políticos son de juicio y discusión, y no de inclinaciones, por lo que defendió la independencia del representante político para captar los intereses y necesidades de la nación.

miércoles, 5 de marzo de 2014

CRIMEA: UN OCCIDENTE ENSIMISMADO


Se repite la historia. El ambiente prebélico que se está viviendo en Ucrania como consecuencia de la invasión rusa de Crimea supone de nuevo la confirmación de que determinadas actitudes tancredistas, teñidas ahora de ese buenismo pacifista que rige en la política internacional, conducen a unas consecuencias todavía peores de las que precisamente se pretende evitar. Otra vez Vladimir Putin, ex-agente de la KGB, desde hace tantísimo tiempo líder único, absoluto y encarnación de la Madre Rusia  y, como tal, celoso defensor de los intereses del expansionismo panruso, le está ganando por la mano (y por goleada) a un Occidente ensimismado, que reacciona tarde y mal ante una política de hechos consumados que la escandalosa inacción del país que en primerísima línea debería velar por el derecho internacional y los valores de la libertad y la democracia en el mundo no ha hecho sino favorecer. Que nada estropee un Nobel de la Paz preventivamente concedido, mientras el clima de una guerra fría que creíamos definitivamente enterrada parece reverdercer.

Putin no ha hecho sino emular a sus antecesores del fenecido imperio totalitario soviético cuando invadieron Hungría en 1956 y Checoslovaquia en 1968: en aquel entonces, como contundente reacción a sendas revueltas ante el poder omnímodo de la Unión Soviética, que, como faro del socialismo mundial, marcaba sin contestación alguna las directrices en el comunista Este de Europa; ahora, para que la influencia política, económica y militar que la gran Rusia sigue ejerciendo sobre la zona no se vea mermada lo más mínimo. Además, el nuevo zar sabía perfectamente que contaba con una ventaja inestimable: nadie en un Occidente decididamente abstencionista se lo iba a impedir. A continuación vendrían, en efecto, unas cuantas declaraciones de condena y alguna que otra amenaza de sanciones económicas y diplomáticas, sí; pero las condiciones de la partida ya las ha impuesto él llevando a su Ejército a la prorrusa Crimea, y de paso dejando claro que podría invadir Ucrania entera en cualquier momento si quisiera. ¿Quién se encuentra en mejor situación para negociar a partir de ahora?

Y puesto que la controversia tiene lugar en pleno continente europeo, y además encontramos en la vocación europeísta de al menos la mitad de Ucrania su causa fundamental, ¿qué papel cabría esperar de la Unión Europea? Como mucho, la nulidad política y diplomática que mostrara a propósito del conflicto de los Balcanes, que no solo no fue capaz de evitar sino que fue recrudeciéndose con el paso del tiempo; hasta que tuvieron que venir los Estados Unidos a sacarnos las castañas del fuego, como en las dos guerras mundiales que, no lo olvidemos, tuvieron su origen en la supuestamente más civilizada Europa. Aunque estaría por ver si el adalid de la distensión y la paz mundial que habita ahora en la Casa Blanca estuviese dispuesto a intervenir militarmente si Ucrania terminara en una coyuntura semejante.

Por desgracia, ahora más que nunca, aunque salvando las distancias, conviene recordar aquella lapidaria advertencia del gran Churchill en vísperas de la Segunda Guerra Mundial y en respuesta a la estrategia de distensión ante la Alemania nazi: 'Os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra; elegistéis el deshonor y tendréis la guerra'. Pero, definitivamente, no aprendemos.