'Pasqual, apoyaré el Estatuto que apruebe el Parlamento de Cataluña'. Esta frase levantó de su asiento al entonces presidente de la Generalitat catalana y provocó la ovación del público asistente a un mitin electoral del PSC. Y ahí empezó todo. Zapatero, entonces aspirante a presidir el Gobierno, daba a entender con ese inaudito e irresponsable compromiso que la voluntad expresada por una asamblea autonómica no debía tener más límite que la conveniencia política; ni las leyes, ni la Constitución, ni tan siquiera la soberanía nacional representada en las Cortes Generales. Y en efecto, el 'Estatut' que ahora rige en Cataluña es una verdadera burla a los principios recogidos en nuestra Carta Magna: Desde su mención a la 'nación catalana', pasando por la bilateralidad en las relaciones Estado-Generalitat, hasta la ruptura de la unidad jurisdiccional. Todo ello con el agravante de que su principal impulsor fuera quien debería ser garante de la nación española, el mismísimo presidente del Gobierno.
A partir de entonces, hemos asistido a una auténtica carrera protagonizada por determinados Gobiernos autonómicos (de distintos colores) que compiten por sacar adelante el Estatuto que más pueda parecerse al catalán, por mucho que en todos los casos se intente mantener la impresión de que se respeta el marco constitucional. En este sentido, hizo muy bien en su momento el Ejecutivo regional murciano al no sumarse a esta corriente: En nuestra Comunidad Autónoma, como en todas las demás, hay necesidades mucho más perentorias. Pero el resultado no podía ser otro: La paulatina conversión de un Estado 'semifederal' como es el Estado de las autonomías en una especie de confederación de reinos de taifas. A ello hay que unir el 'talante' insolidario que, de palabra y de obra y debido fundamentalmente a razones de supervivencia política, caracteriza al Gobierno de Zapatero, sobre todo a propósito del espinoso asunto del agua. Tras la derogación del trasvase del Ebro, a murcianos, valencianos y almerienses se nos ofrece la desalación masiva como única solución, y es que en esta nueva Confederación Ibérica de Naciones se impone que cada región, autonomía o virreinato haga de su capa un sayo y, por tanto, viva única y exclusivamente de sus recursos propios.
El Estatuto de Castilla-La Mancha que se ha tomado en consideración en el Congreso es uno de los productos más acabados del presente cuarteamiento de la soberanía nacional. Dados los inmediatos antecedentes, los políticos castellano-manchegos se sienten absolutamente legitimados para fijar una fecha de caducidad al trasvase Tajo-Segura. Si ha quedado enterrado el del Ebro porque ese tipo de acueductos son, según el Gobierno actual, caducos, trasnochados, costosos y nocivos para el medio ambiente, ¿qué sentido tiene mantener el del Tajo? ¡Si hasta Zapatero llegaría a confesarle al presidente Valcárcel que no cree en los trasvases! ¿Y qué más da que arrogarse competencias en materia de recursos hídricos sea una flagrante inconstitucionalidad? ¿Qué mayor ataque a nuestra Constitución que el 'Estatut' vigente en Cataluña?
De aquellos polvos vienen estos lodos. Ahora cabe esperar que los diputados que nos representan en las Cortes sepan estar a la altura de las circunstancias. No sólo por Murcia. Sobre todo, por España.
A partir de entonces, hemos asistido a una auténtica carrera protagonizada por determinados Gobiernos autonómicos (de distintos colores) que compiten por sacar adelante el Estatuto que más pueda parecerse al catalán, por mucho que en todos los casos se intente mantener la impresión de que se respeta el marco constitucional. En este sentido, hizo muy bien en su momento el Ejecutivo regional murciano al no sumarse a esta corriente: En nuestra Comunidad Autónoma, como en todas las demás, hay necesidades mucho más perentorias. Pero el resultado no podía ser otro: La paulatina conversión de un Estado 'semifederal' como es el Estado de las autonomías en una especie de confederación de reinos de taifas. A ello hay que unir el 'talante' insolidario que, de palabra y de obra y debido fundamentalmente a razones de supervivencia política, caracteriza al Gobierno de Zapatero, sobre todo a propósito del espinoso asunto del agua. Tras la derogación del trasvase del Ebro, a murcianos, valencianos y almerienses se nos ofrece la desalación masiva como única solución, y es que en esta nueva Confederación Ibérica de Naciones se impone que cada región, autonomía o virreinato haga de su capa un sayo y, por tanto, viva única y exclusivamente de sus recursos propios.
El Estatuto de Castilla-La Mancha que se ha tomado en consideración en el Congreso es uno de los productos más acabados del presente cuarteamiento de la soberanía nacional. Dados los inmediatos antecedentes, los políticos castellano-manchegos se sienten absolutamente legitimados para fijar una fecha de caducidad al trasvase Tajo-Segura. Si ha quedado enterrado el del Ebro porque ese tipo de acueductos son, según el Gobierno actual, caducos, trasnochados, costosos y nocivos para el medio ambiente, ¿qué sentido tiene mantener el del Tajo? ¡Si hasta Zapatero llegaría a confesarle al presidente Valcárcel que no cree en los trasvases! ¿Y qué más da que arrogarse competencias en materia de recursos hídricos sea una flagrante inconstitucionalidad? ¿Qué mayor ataque a nuestra Constitución que el 'Estatut' vigente en Cataluña?
De aquellos polvos vienen estos lodos. Ahora cabe esperar que los diputados que nos representan en las Cortes sepan estar a la altura de las circunstancias. No sólo por Murcia. Sobre todo, por España.
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