Imaginemos que la noche del 20-D las predicciones del CIS se
confirmaran en mayor o menor medida; esto es, que el PP se impusiera con
claridad, hasta el punto de aventajar en casi 8 puntos y hasta 51
escaños a un PSOE que empeoraría sensiblemente sus ya de por sí
catastróficos guarismos de hace cuatro años, y en casi 12 a un
Ciudadanos que irrumpiría con fuerza en el Congreso, sí, pero al que
doblaría en número de diputados. En condiciones tenidas hasta ahora como
normales desde que en 1977 se celebraron las primeras elecciones
generales de nuestra democracia, se tendría absolutamente asumido que a Mariano Rajoy,
como candidato a presidente del Gobierno del partido más votado, le correspondería presentarse a la investidura. Pero esa regla no escrita de
facilitar que el líder del partido mayoritario tenga la iniciativa en la
formación de un nuevo Gobierno ha dejado de tener vigencia, si nos
atenemos a las declaraciones al respecto de quienes aspiran solo al
segundo, tercer o incluso cuarto lugar, si bien logrando los escaños
suficientes como para unirlos a los de otras fuerzas políticas para,
pese a perder en las urnas, expulsar al PP de La Moncloa y conquistar el poder.
Es más: en condiciones tenidas hasta ahora
como normales, un líder del PSOE que desde la oposición cosechara los
peores resultados de su partido en la historia de la democracia, y con
diferencia (del récord negativo de los 110 de Rubalcaba a los 89 que,
como máximo, arrancaría él), se vería obligado a anunciar su dimisión
irrevocable esa misma noche. ¿Lo haría Pedro Sánchez si los datos del
CIS se hicieran realidad? Casi con toda seguridad que no, ya que, a
pesar del desastre electoral sin precedentes, tendría paradójicamente
posibilidades de llegar a ser presidente del Gobierno si lograra
encabezar un tripartito, no solo con la ultraizquierda de Podemos y sus
marcas (sin ir más lejos, sus actuales socios de preferencia en los
pactos anti-PP en Ayuntamientos y Comunidades Autónomas), sino con
aquellos a los que califica como 'derecha civilizada' (esto es,
Ciudadanos); lo cual puede parecer en principio descabellado, al menos
desde un punto de vista político y, sobre todo, ideológico y
programático, aunque no lo sería tanto si tenemos en cuenta ciertos acuerdos de
esta misma naturaleza en, por ejemplo, pedanías de Murcia y ciertas
diputaciones provinciales (sí, de esas mismas que el partido de Albert
Rivera promete suprimir).
Demos una nueva vuelta de tuerca:
imaginemos que las que aciertan el 20-D son aquellas encuestas que
sitúan a Ciudadanos, si bien todavía lejos del PP, en segundo lugar, por
encima de un PSOE electoralmente hundido y desahuciado. ¿Actuaría
Rivera con la responsabilidad institucional que se le supondría a un
líder con una categoría política equiparable a la del mismísimo Adolfo
Suárez, tal y como sus corifeos le presentan? ¿Dejaría en consecuencia
gobernar al partido y al candidato más votados, con los que procuraría
alcanzar acuerdos en materias fundamentales (estabilidad económica e
institucional, defensa de la Constitución y la unidad de España,
Defensa, Justicia, Seguridad...), lo que no sería incongruente con ejercer de 'leal
oposición'? ¿O, en cambio, intentaría por todos los medios alcanzar él
mismo la presidencia del Gobierno, pese a que ello forzosamente significaría
encabezar una coalición tanto con quienes hace solo cuatro años
contribuyeron al agravamiento de una crisis económica que dejaron como
pesada herencia, como con aquellos que tienen al chavismo y otros
ruinosos populismos como modelo y guía? ¿Esto es, con quienes presentan
programas y profesan ideas e iniciativas políticas en principio
absolutamente incompatibles con las suyas propias?
Pues bien, la
conclusión sería similar a la expresada más arriba a propósito de Pedro
Sánchez: semejante dislate político, ideológico y programático, que muy
difícilmente podría reportar consecuencias positivas para la
gobernabilidad y el bien de España, no resultaría del todo inverosímil
dados ciertos pactos 'tripartitos' entre PSOE, Ciudadanos y Podemos que
están en vigor en determinados lugares de la geografía española. Máxime
cuando el propio Albert Rivera no ha rechazado llegar a La Moncloa de
esa forma: él mismo se ha encargado de dejar claro que no debe gobernar
quien gane las elecciones, sino quien sea capaz de articular una mayoría
parlamentaria; sea cual sea su naturaleza, cabe colegir. Porque, en
último término, si de lo que se trata es de lograr por encima de todo el objetivo máximo y declarado de la
presidencia del Gobierno, esto es, de alcanzar el poder, quizá Rivera
no se vea en otra. Razones poderosas para pensarse muy mucho el voto y la utilidad que pudiera tener.
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