Una vez hecha cumplida mención de tales obviedades, cabe preguntarse qué le ha faltado al PP para alzarse con esa mayoría suficiente que parecía al alcance de la mano; por qué no ha sido capaz siquiera de acercarse mínimamente a esos 9 puntos de ventaja que le sacó al PSOE en Andalucía en las elecciones generales, hace tan solo cuatro meses, y que en principio hubiesen bastado para lograr tan ansiado objetivo; y cuáles han sido las razones por las que, en una situación propicia para el cambio político, no ha conservado 200.000 de esos 1,7 millones de electores que votaron al PP en las autonómicas de 2008. Desde luego, se ha demostrado que imponerse a un régimen vigente nada menos que 30 años, y basado además en el caciquismo, el clientelismo y la extensión de la sopa boba, no era tarea ni mucho menos baladí. Pero precisamente por ello, la estrategia más adecuada quizá no consistía en dejar que la realidad de la crisis económica, junto a los gravísimos escándalos de corrupción que la prensa publicaba día sí y día también, desgastaran por sí solos al PSOE andaluz: además, se debería haber buscado una presencia constante en todos los medios, y con un mensaje claro y rotundo: en suma, explicar y defender sin ambages el programa (y también las medidas tomadas por el nuevo Gobierno) en todos los foros, propios, ajenos, afines y contrarios, y acudir al mismísimo infierno aunque solo sea para denunciar 'in situ', y a la vista del público, las maldades de sus inquilinos.
Y es que la política en democracia conlleva controversia, confrontación de ideas y principios; en este sentido, y para precisamente hacer creíble el discurso del cambio político, se tendría que haber diferenciado claramente del PSOE (y de su apéndice radical) y de sus hediondos métodos de gobierno y conservación del poder, y no presentarse meramente como un más eficaz gestor del sistema de subsidios imperante, que, además de constituir la raíz del atraso de Andalucía, es fundamento de la red de voto cautivo del socialismo andaluz. Precisamente para contrarrestar esa importante adversidad, se debería haber intentado movilizar por todos los medios a un electorado favorable a la liquidación de un régimen empobrecedor, corrompido y corruptor, por supuesto que adheriéndose claramente a esa pretensión; ni más ni menos que apelando a esos mismos votantes que depositaron su confianza en el PP en pasadas elecciones, a quienes no habría que haberse olvidado de cuidar y mimar. Si la mayor parte, no ya de los 400.000 de los comicios generales, sino de esos 200.000 de las pasadas autonómicas, no hubiese optado por quedarse en casa o votar a otras fuerzas políticas otro gallo hubiera cantado. Porque estas elecciones también han servido para derribar un tópico, asumido acríticamente por la derecha política y mediática en general: cuanta más abstención, mejor para el PP y peor para la izquierda. Bien se ha comprobado que no es ni mucho menos una verdad intangible.
Los estrategas de la campaña electoral de Bill Clinton, con el fin de intentar obviar los éxitos en política exterior de su rival, el entonces presidente George H.W. Bush, y a su vez desviar la atención hacia asuntos de la vida cotidiana de los norteamericanos, no tuvieron mejor idea que poblar las oficinas de campaña de carteles con la siguiente inscripción: '¡es la economía, estúpido!' Pues bien, de nuevo ha quedado demostrado que, sea cual sea el leitmotiv elegido, para conseguir unos objetivos políticos resulta en primer lugar imprescindible hacer política. Parece una perogrullada, pero a la vista está que no siempre lo es. Hasta el punto de que en muchas ocasiones no vendría nada mal remedar tan conocido lema con esta exclamación: '¡es la política, estúpido!'
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