sábado, 30 de noviembre de 2013

¿MATA LA LIBERTAD DE MERCADO?

La llegada al Vaticano de Jorge Mario Bergoglio, el Papa Francisco, ha sido como un soplo de aire fresco para la Iglesia católica. Son dignos de alabanza sus gestos de humildad, su cercanía, su compromiso con los más desfavorecidos y sus pasos encaminados a renovar y modernizar las más altas jerarquías eclesiásticas. Pero en la parte económica de su Exhortación Apostólica 'Evangelii Gaudium', no solo va más allá del camino señalado tanto por la Encíclica de León XIII, 'Rerum Novarum', como la 'Mater et magistra' de Juan XXIII, algunas de cuyas tesis, empero, deberían haber quedado superadas hace décadas ante el peso de los acontecimientos históricos acaecidos desde entonces (entre ellos, el colapso del socialismo 'real' escenificado en la caída del Muro de Berlín); incluso deja absolutamente corta aquella afirmación del tradicionalista Sardá y Sardany en forma de panfleto decimonónico, 'El liberalismo es pecado', al aseverar que el sistema económico derivado de las ideas liberales, la libertad de mercado, ni más ni menos que 'mata'. En este aspecto, no se le puede reprochar al Papa el empleo excesivo del matiz.

Independientemente de que, al tratarse de una Exhortación y no de una Encíclica, en este caso no sería aplicable el dogma católico de la infabilidad del Papa, Francisco se equivoca de medio a medio al criticar al libre mercado y al liberalismo en general de manera tan furibunda e injusta, para más inri sin privarse de utilizar los gastados tópicos propios del populismo latinoamericano que arruina y asola tantos rincones del Viejo Continente. No deja de ser un inmenso error poner en solfa, no solo principios basados en la moral y dignidad humanas y los derechos fundamentales del hombre, como son, además de la vida, la libertad y la propiedad (reafirmada esta última como 'derecho natural' en la citada Encíclica 'Mater et Magistra', por ejemplo); sino además el sistema económico que es precisamente fiel reflejo de esos valores basados en la libertad del hombre, el del libre mercado. Que, pese a lo que pregona de manera tan insistente, y cabe reconocer que eficaz, la propaganda antiliberal, ahí donde rige siempre produce más riqueza, más prosperidad, más progreso y, por tanto, menos pobreza, entre otras razones porque es capaz de producir más medios para luchar contra ella. Y solo cabe remitirse a las pruebas.

El que suscribe, como católico que se sigue considerando, nunca se ha identificado con los discursos que, al modo por ejemplo de un Donoso Cortés, presentan al liberalismo como adversario o incluso enconado enemigo del catolicismo; cuando precisamente el liberalismo tanto le debe en sus orígenes al sustrato occidental y cristiano, que basa sus principios en el respeto a la dignidad humana, y cuando el catolicismo no debería entenderse sin la defensa de, junto a la vida, el derecho fundamental del que Dios ha dotado al hombre al concederle el libre albedrío: la libertad. 

Por supuesto que la libertad no es un valor absoluto, como en realidad ningún derecho lo es: la ausencia de coacción, en feliz definición de Hayek, termina, como resaltó Stuart Mill recogiendo un lema popular, donde empieza la libertad de otro. El libre mercado es simplemente la realización y plasmación en las relaciones económicas y sociales de ese valor no absoluto, lo que conlleva la libertad de cada uno para disponer de lo que es suyo o ha ganado gracias a su mérito y esfuerzo y, por tanto, comerciar o intercambiar sus posesiones como buenamente quiera; aunque, por supuesto, con unos límites marcados por unas reglas de juego claras (ausencia de trampas y delitos, cumplimiento de los contratos y compromisos pactados, etc.), terreno en el que debe entrar el Estado. Porque, en puridad, el libre mercado, al contrario de como lo pintan los antiliberales de todos los colores ('anarquía', 'capitalismo salvaje'...), es absolutamente inconcebible sin la presencia de un Estado de Derecho; lo contrario es la ley de la selva, como la de las mafias que siguen dominando en países del Este de Europa como Rusia, o las de tribus que se imponen por la violencia en África. Que, pese a que también se les ponga la etiqueta, no son ejemplos ni de capitalismo ni de liberalismo económico.

Sobre el grado de intervencionismo de ese Estado regulador ya hay para todos los gustos: hay quienes piensan que ha de inmiscuirse en prácticamente todos los órdenes de la vida económica para desempeñar una labor 'redistribuidora' (lo que acaba siendo contraproducente, puesto que desincentiva precisamente la creación de esa riqueza que se pretende repartir); otros creemos que su labor fundamental ha de ser cumplir y hacer cumplir las leyes, garantizar la seguridad jurídica y propiciar un marco favorable para la generación de prosperidad y la reducción de la pobreza. Lo que 'mata' es precisamente el intervencionismo y dirigismo atroz y asfixiante (y liberticida) y la ausencia de esa garantía del derecho a la propiedad, la transparencia y el cumplimiento de los acuerdos y contratos que caracteriza al sistema de libre mercado. Porque sus 'alternativas', esas sí verdaderamente 'salvajes' (y contra las que con tanto denuedo combatió uno de los antecesores de Francisco, Juan Pablo II), son sobradamente conocidas; y sus consecuencias trágicas e inhumanas también.

Pero no solo cabe aprender de la pasada y cruda experiencia de los regímenes comunistas de la Europa del Este: ahora basta asomarse por Cuba, que antes de convertirse en paraíso anticapitalista era uno de los países con mayor renta per cápita del mundo; Corea del Norte, cuya tremenda pobreza y retraso contrasta abrumadoramente con la riqueza y el crecimiento económico de sus 'capitalistas' vecinos del Sur; o ese faro antiliberal del 'socialismo del siglo XXI' llamado chavismo, cuyos últimos decretazos son la puntilla a la libertad de comercio y el paso necesario hacia la muy socialista escasez de bienes básicos que ya está sufriendo Venezuela. Incluso a un nivel más suave, pero no menos ruinoso, el Papa Francisco no tendría ni que salir de su país de origen, Argentina, para comprobar en qué han convertido décadas de populismo 'descamisao' peronista a una de las naciones más desarrolladas, ricas y prósperas y otrora tierra de promisión.

Porque, en efecto, hay demasiados pobres en el mundo (aunque cada vez menos pese a que se afirme lo contrario), lo que resulta indicativo de que algo se está haciendo mal: precisamente no extender el sistema económico que, amén de plasmar el bien más preciado del hombre como es la libertad, se ha mostrado más eficaz en la generación de riqueza y prosperidad, en la asignación de recursos y, por tanto, en la reducción de la pobreza (como queda demostrado allí donde tiene lugar); y que, cabe insistir, es inconcebible sin un Estado de Derecho que garantice dentro del mercado el cumplimiento de unas normas. La libertad de mercado, lejos de matar, favorece que el hombre disponga de más y mejores instrumentos para progresar, mejorar su calidad de vida y, en consecuencia, alejarse de una miseria que, antes del triunfo (más o menos relativo) del liberalismo económico, le acompañaba indefectiblemente a lo largo de su vida. Sin duda, un logro más de la civilización occidental que los católicos, y los cristianos en general, deberíamos resaltar y defender.

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