lunes, 20 de febrero de 2012

REMOVER PRIVILEGIOS DESDE LA DEMOCRACIA



Son inevitables las guerras de cifras tras la celebración de manifestaciones: los organizadores de las mismas suelen inflar el número de participantes, que las autoridades gubernativas, en mayor o menor medida, se encargan a su vez de rebajar. Y es que en esta clase de movilizaciones todo es propaganda. Ahora bien, cualquiera de los guarismos apuntados por el sindicalismo burocrático queda a una distancia sideral de aquellos once millones de españoles que dieron en las urnas una mayoría absoluta al Partido Popular. En cualquier caso, en una democracia liberal mínimamente asentada resulta inconcebible que la calle llegue a adquirir mayor legitimidad que el Parlamento, sede de la soberanía nacional y reflejo de la voluntad popular expresada en elecciones libres. De lo contrario, la estabilidad que es también exigible en un régimen democrático y de libertades se vería siempre comprometida por eventuales movimientos de masas, y por tanto se encontraría a merced de los populismos de turno.

En suma, quien ha de gobernar es el Ejecutivo, y no determinados grupos de presión, y quien ha de legislar es el Legislativo, y no el vocerío de la calle. En este sentido, el actual Gobierno ha sido elegido con un mandato claro y nítido: cambiar el actual estado de cosas que nos ha llevado a una crisis galopante (no sólo económica; también política e institucional) y a más de cinco millones de parados, cifra dramática e inasumible para un país desarrollado. Desde luego, no para consolidar ciertos privilegios e intereses que se remontan al sindicalismo vertical del corporativismo franquista (por mucho que se oculte bajo los ropajes de la terminología y la simbología 'progres', e incluso antisistema), tan contraproducentes además para el dinamismo que tendría que distinguir a un mercado laboral moderno. Como ha resaltado Rajoy tras ser reelegido presidente del PP en su XVI Congreso Nacional, y en un tipo de discurso didáctico que debería emplearse con mayor frecuencia, el Gobierno ha de estar del lado de las necesidades de la gente, 'la cara real de la crisis': del ciudadano que con su esfuerzo intenta salir adelante, y no de prerrogativas oligárquicas instaladas en la burocracia estatal; que, para más inri, en muchos casos derivan del paro que pueda generarse y de las regulaciones de empleo en las empresas.

Las raíces del liberalismo en España las encontramos precisamente en el descontento que, en el mismo interior del despotismo ilustrado de Carlos III, provocara los magros resultados del proyecto reformista que en principio encarnaba el monarca: era una consecuencia de que quienes debían encargarse de alterar los privilegios del orden estamental se hallaran incrustados en él. De esa incapacidad del poder establecido para llevar a cabo su propia autorreforma, denunciada por León de Arroyal, Manuel de Aguirre o Gaspar Melchor de Jovellanos (si bien éste dentro de un liberalismo más conservador), tomarían cumplida nota los padres de ese hito del liberalismo que fue la Constitución de Cádiz. Pues bien, puesto que quienes apoyan o detentan las prebendas del 'statu quo' de la burocracia sindical por fin se encuentran, aunque dentro del aparato estatal, fuera del Gobierno, ya sea como Ministros, ya sea como consejeros áuricos, se presenta una ocasión de oro para removerlas desde la democracia. La reforma laboral, tal y como se ha presentado, aborda esa asignatura pendiente.

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