
Siempre que pasa igual, sucede lo mismo. En cuanto alguien se atreve apenas a sugerir la conveniencia de plantear un endurecimiento de las penas por los delitos más graves, surgen por doquier las respuestas de rigor por parte de los inevitables e incansables guardianes de las esencias de la corrección política, que, en su exceso de celo, llegan a constituirse en auténtica Policía del pensamiento: 'Es demagógico', 'es oportunista', 'es irresponsable', 'es rencoroso', 'apela al odio y las vísceras', etc. Y suelen terminar con su consabido y trillado corolario: 'No es el momento'. Ni siquiera ahora, cuando, que sepamos, no debemos lamentar ningún asesinato recientemente acontecido que, por su especial crueldad, nos haya sobrecogido. ¿Pues cuándo es el momento, señores de la progresía, apóstoles del buenismo? ¿Hemos de esperar a que ustedes den el correspondiente permiso para que quien lo desee exprese con total libertad, y sin que tenga por ello que soportar toda una retahíla de descalificaciones, sus opiniones y propuestas al respecto, por mucho que se alejen de determinada ortodoxia?
El relativismo moral que, por desgracia, impera en estos tiempos, tiene como una de sus más acabadas expresiones el siguiente principio que la izquierda reputa como absoluto: El delincuente es una víctima de la sociedad. Así, puesto que en el fondo no es responsable de sus actos, no es merecedor de un castigo en el sentido estricto, sino que ha de someterse a una especie de reeducación que le conduzca a la retractación y a la reinserción. Pese a las terribles fallas de una teoría generalizadora que acaba propiciando la impunidad y hasta la reincidencia, ya que la experiencia demuestra que hay casos que no son susceptibles ni de rehabilitación ni de arrepentimiento, la progresía no está dispuesta a bajarse del burro: Creen que si se pone en discusión este precepto, empezará a correr peligro todo un modelo de sociedad, el suyo, basado en la difuminación de la responsabilidad del individuo.

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