Sea como fuere, y discrepando particularmente de esta decisión judicial, que, como no podía ser de otra manera, se ha de acatar (esto es, justo lo contrario de lo que hace el nacionalismo con las resoluciones que le son adversas), el separatista presidente Puigdemont ha dejado claro que quiere huir de una España en la que poderes como el Judicial se atreven a enmendar a organismos del mismísimo Gobierno. Porque, claro, semejante concepción de imperio de la ley no entra en los cánones de un nacionalismo en el que todo, incluso el control y la vigilancia de unos poderes respecto a otros, y también las libertades individuales más elementales por cierto, han de subyugarse a los intereses de la etnia, de ese imaginario colectivo nacionalista. De ahí el carácter genuinamente intolerante de un nacionalismo que, como el catalán, no ha tenido más remedio que terminar mostrando su cara separatista; una intransigencia, en primer lugar, contra todo lo que represente a su odiada España, y de ahí que precisamente promueva la ofensa y el ultraje a sus símbolos (estos sí, oficiales, constitucionales y representativos de millones de catalanes) y, además, menoscabe libertades como la libre elección de la lengua vehicular en la enseñanza o el mismo uso cotidiano del español.
Como a Alfonso Guerra, a Puigdemont no parece gustarle Montesquieu; por lo que cabe colegir que si los promotores de la Cataluña feliz, pura e independiente lograran su objetivo, también lo matarían.
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