Los españoles hemos sido testigos estos últimos días de unas jornadas memorables, que harán historia en nuestra querida y gran nación. El proceso de relevo en la Corona de España culminó cuando el Rey Juan Carlos I, con el preceptivo
refrendo del presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, sancionó y
promulgó la ley de abdicación aprobada por una abrumadora mayoría de las Cortes Generales. Tras estampar su firma en el Palacio Real, abrazó a su hijo y tuvo el gesto simbólico de cederle
la silla. A partir de esa misma medianoche, y en virtud de las previsiones constitucionales al efecto, comenzaba el reinado de
Felipe de Borbón y Grecia bajo el nombre de Felipe VI; si bien después debía ser proclamado Rey ante las Cortes Generales, esto es, ante la representación de la soberanía nacional que reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado y el cual, como tal y en consecuencia, se sitúa por encima de la misma Monarquía. Y ha sido un 19 de junio, Día del Corpus Christi.
Como era de esperar de un hecho de tantísima trascendencia en nuestra historia, muchísimo se ha escrito y hablado sobre los actos de proclamación de Felipe VI como Rey de España. Sea como fuere, resulta digno de destacar que la celebración del acontecimiento propiciara que saliera a las calles de Madrid una verdadera mayoría silenciosa; no la que se suele
apropiar por las bravas de la vía pública blandiendo insignias
inconstitucionales, no aquella que promueve asedios al Parlamento al
estilo golpista, sino la que defiende el actual sistema democrático y
constitucional de Monarquía Parlamentaria que, amén de edificarse sobre
la reconciliación y concordia entre españoles tras
tantísimos años de enfrentamientos cainitas, ha hecho posible el
período de mayor estabilidad política, progreso y prosperidad de la
historia reciente de España. Vitoreando al nuevo Rey Felipe VI y
agitando las que sí son banderas constitucionales: las rojigualdas, que
son las de España desde el reinado de otro Borbón, Carlos III.
Respeto al acto de proclamación en el Congreso, y dentro
de un discurso de altura (especialmente oportuno fue su recuerdo a las víctimas del terrorismo, quienes, en efecto, 'perdieron su vida o sufrieron por defender nuestra libertad' y, por tanto, 'la victoria del Estado de Derecho, junto a nuestro afecto, será el mejor reconocimiento a la dignidad que merecen'), son resaltables las apelaciones a una España
unida (tanto como diversa y plural) de quien precisamente a partir de ahora
simboliza como Jefe del Estado la unidad y permanencia de la nación
española. Llamamientos que a su vez han servido para poner de nuevo de
manifiesto la mezquindad, la cerrazón y la intolerancia de los
presidentes de las Comunidades Autónomas vasca y catalana, los
nacionalistas Urkullu y Mas respectivamente, que no aplaudieron al Rey
al final de su alocución ante las Cortes. Deleznable actitud que resulta
muy indicativa de dónde reside el principal y más preocupante problema
que tiene España:
el del nacionalismo separatista. El más difícil reto que ha de afrontar el reinado que recién comienza.
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