miércoles, 10 de octubre de 2012

¿CÓMO SE HIZO LA TRANSICIÓN?

Pese a que tanto la sedición callejera de extrema izquierda como las élites secesionistas, movimientos golpistas al fin y al cabo, pretendan que se haga tabla rasa, la transición democrática significa uno de los periodos de nuestra historia de los que los españoles hemos de sentirnos más orgullosos; por una vez, supimos mirar hacia delante y enterrar divisiones y enfrentamientos cainitas para erigir un régimen democrático, pluralista y de libertades en el que tuviéramos todos cabida. De tal manera que, pese a todas las dificultades (que las hubo, y graves), se consiguió tan loable objetivo de manera generalmente pacífica y sin apenas traumas. Además, constituyó todo un ejemplo a seguir para otros países europeos que vivirían sus particulares transiciones a la democracia pocos años después de que culminara la nuestra, de resultas de la caída del Muro de Berlín y el subsiguiente hundimiento de los regímenes comunistas del Este europeo.

Establecer como inicio de la transición el asesinato del entonces presidente del Gobierno de Franco, el almirante Luis Carrero Blanco, es desde luego una teoría muy generalizada en la historiografía española y extranjera, lo que no obsta para que sea desafortunada. Y es que, de esta forma, se le concede a la ETA un papel de protagonista decisivo e incluso impulsor de la transición que obviamente la organización terrorista en absoluto merece (no tardaría en demostrar que su verdadero objetivo no consistía en acabar con el régimen franquista, como por entonces creía buena parte de la izquierda, sino con España), bajo la muy discutible hipótesis de que, de no haberse cometido tal magnicidio, la evolución hacia la democracia hubiera sido mucho más difícil debido a la resistencia que desde la presidencia del Ejecutivo hubiera opuesto el propio Carrero, que a buen seguro se hubiese mostrado como implacable defensor del mantenimiento de las esencias franquistas.

Pues bien, en primer lugar, y en el supuesto de que el Rey don Juan Carlos hubiera decidido, como hizo con Arias Navarro, ‘confirmar’ a Carrero como presidente en el primer Gobierno de la Monarquía, hubieran podido darse dos posibilidades: o bien que desde ese puesto se allanara a las políticas reformistas impulsadas por el Rey, supuesto quizá más improbable, o bien que en efecto rechazara llevarlas a cabo. En este último caso, la reacción de don Juan Carlos no hubiese tenido por qué ser distinta a la que tuvo con el ‘boicoteador’ Arias Navarro (al que llegó a calificar en público como ‘desastre sin paliativos’): sugerirle su dimisión, que es tanto como forzar su marcha del Gobierno (cuando no, dada su reconocida fidelidad al Rey, hubiese él mismo dimitido por propia iniciativa una vez advirtiera su absoluta falta de sintonía política con el que no dejaba de ser sucesor de Franco). Esa misma lealtad al titular de la Corona le hubiese impedido desempeñar un papel activo contra el cambio de régimen incluso fuera del Gobierno. Pero si por el contrario hubiese decidido liderar el ‘bunker’ que por aquel entonces torpedeaba las reformas democráticas, cabría dudar muy mucho de la eficacia de su obstruccionismo, teniendo en cuenta el escasísimo apoyo con que el franquismo más cerril contaba en la sociedad española: así por ejemplo, la Unión Nacional de Blas Piñar solo obtuvo un escaño en las elecciones generales de 1979, y no parece que con Carrero Blanco al frente los resultados hubieran sido mucho mejores.

Por tanto, la transición democrática hubiese llegado a buen puerto también con Carrero Blanco vivo. Así pues, en rigor, el periodo histórico analizado comenzó con la muerte (en la cama) de Franco (lo que no obsta para que, en efecto, haya que hacer una referencia, siquiera somera, de los antecedentes históricos inmediatos). De que el franquismo sin Franco era absolutamente inviable, además de que España necesitaba evolucionar a la democracia dado el carácter obsoleto del régimen, era consciente la inmensa mayoría de la sociedad española; hasta ese sector más proclive a votar a la derecha (aquello que se llegó a denominar, un tanto injustamente, ‘franquismo sociológico’), en el que cabía incluir también a una mayoría de dirigentes políticos procedentes del régimen franquista (que ingresarían en buena parte en la UCD de Suárez, y otros en la AP de Fraga), abogaba en líneas generales por una transición, eso sí, ordenada a la democracia. No en balde los principales motores del cambio fueron realmente tres pilares del régimen anterior: el propio don Juan Carlos, sucesor de Franco a título de Rey, que utilizó la misma Jefatura del Estado para impulsar los primeros pasos hacia la aprobación de una Constitución que convirtiera su propio poder en simbólico; Torcuato Fernández-Miranda, que desde la presidencia de las Cortes, y ‘de la ley a la ley’, hizo posible convertir el sistema jurídico-político en incipientemente democrático partiendo de las Leyes Fundamentales del franquismo; y, por supuesto, Adolfo Suárez, anterior Ministro Secretario General del Movimiento, que como presidente del Gobierno supo propiciar el consenso para llevar adelante las reformas democráticas.

Buena prueba de la conciencia arraigada dentro del mismo régimen franquista acerca del necesario advenimiento de la democracia fue el ‘hara-kiri’ que las propias Cortes franquistas se autoinfligieron cuando aprobaron por mayoría aplastante (más de los dos tercios necesarios) la Ley para la Reforma Política, que, cabe recordar, proclamaba unos principios absolutamente contrarios al franquismo (soberanía popular, supremacía de la ley, inviolabilidad de los derechos fundamentales de la persona, electividad de diputados y senadores por sufragio universal, etc.), amén de establecer un procedimiento para la reforma constitucional. 425 procuradores votaron a favor, 59 en contra y 13 se abstuvieron: nada menos que un voto favorable del 82 por ciento tras un debate que rayó a gran altura dialéctica, donde destacaron especialmente Fernando Suárez en el reformismo y Blas Piñar en el ‘bunker’. Para su definitiva ratificación, se convocó a referéndum al pueblo español, cuyos deseos de cambio hicieron desoír la recomendación de la oposición, que hizo campaña por la abstención: así, con una participación nada menos que del 77 por ciento, votó a favor el 94,2 por ciento de los electores. La nación española se había pronunciado, por tanto, con meridiana claridad: había que devolverle su soberanía por medio de una Constitución de todos.

Para ello, se volvió a convocar al electorado español a unos comicios generales (los primeros desde 1936) que dieran lugar a unas Cortes constituyentes, aunque en su momento no se plantearon así. Y pese a que UCD y AP lograron los escaños suficientes para construir juntos una mayoría absoluta (166+16=182, 6 más de los necesarios), se evitó incurrir en los mismos errores cometidos por los anteriores procesos constituyentes españoles, es decir, elaborar una Carta Magna que satisfaga los valores y aspiraciones de media España contra los de la otra media; de tal forma que el partido del Gobierno pronto empezó a acordar textos y artículos con los demás grupos parlamentarios, fundamentalmente con el socialista, y especialmente en materia autonómica y de derechos y libertades. Tras su abrumadora aprobación final por las Cámaras, se sometió la Constitución consensuada a referéndum: en este caso con menos participación (tan solo el 67 por ciento de un electorado agotado de tantas consultas en tan poco tiempo), un 87 por ciento de los votantes ratificó la Carta Magna. En esta ocasión, la oposición, que participó en su elaboración, sí recomendó un voto afirmativo (excepto los nacionalistas del PNV).

Pero ahí se acabó el consenso. Tras las elecciones generales de 1979, que prácticamente mantuvieron el panorama político, el PSOE aspiraba legítimamente a conquistar el Gobierno y dio un giro a su estrategia, centrada en desgastar al Ejecutivo que volvería a ostentar la UCD. Porque mucho se ha comentado y escrito sobre la desestabilización de la extrema derecha (que anidaba en considerados entonces ‘poderes fácticos’, como el Ejército), que exigía soluciones drásticas ante la intensidad del terrorismo y un supuesto surgimiento del separatismo. Pero cabe recordar que también el PSOE pondría de su parte en el deterioro de la imagen del presidente Suárez, quien, por ejemplo, fue calificado por el entonces portavoz socialista Alfonso Guerra como ‘tahúr del Mississippi’, amén de acusarle de ‘intentar entrar en el Congreso de los Diputados con el caballo de Pavía’; tampoco dudaría el Grupo Socialista en utilizar contra el Gobierno el ‘caso Arregui’ (la muerte de un terrorista en extrañas circunstancias) y las mortales intoxicaciones por el aceite de colza. La moción de censura presentada por el PSOE en el Congreso fue otra significativa muestra de su táctica basada en desprestigiar la figura de Adolfo Suárez, que finalmente dimitiría. Durante la investidura de su sucesor aparecería un fantasma desgraciadamente muy frecuente en nuestra historia: el de la asonada, en este caso felizmente abortada por el Rey, que se erigió en garante de la Constitución y la soberanía nacional. A partir de entonces, la oposición socialista redujo su intensidad (llegaría a acordar con el nuevo Gobierno de Calvo-Sotelo la LOAPA, aprobada con el objetivo de poner orden en el proceso autonómico); aunque no tendría problemas en alzarse con una aplastante victoria (la mayor en la historia de la democracia) en las siguientes elecciones generales de octubre de 1982 ante la rápida e irrresistible descomposición de la UCD, que había demostrado ser un partido muy útil para propiciar el consenso en la construcción de la democracia, pero nada más (y nada menos).

Y ahí, en el triunfo del PSOE en octubre de 1982 (que significaba la primera llegada al Gobierno de la izquierda desde 1936) marcan muchos historiadores y cronistas el final de la transición democrática. Sin embargo, hay quienes lo sitúan unos meses después, concretamente en mayo de 1983, con el asentamiento del Partido Socialista en el Ejecutivo y su ratificación electoral en los comicios municipales, que dieron como resultado una amplia mayoría socialista. No obstante, considero más bien que la transición democrática culminó realmente con la consolidación de nuestra presencia en la OTAN por referéndum (que el presidente González se empeñó en convocar supuestamente para dar cumplimiento a un compromiso electoral, aunque sería finalmente para confirmar nuestro ingreso y no, como prometió en la oposición, para salir de ella) y nuestra definitiva entrada en la Comunidad Europea (cuyas negociaciones, eso sí, empezaron ya en 1979), ambos acontecimientos en 1986. España, reconocido por fin su sistema político como democrático y de libertades, salía de su aislamiento de las grandes decisiones internacionales y se situaba junto a las democracias occidentales. Ni más ni menos, en el lugar que, por su historia y peso en el panorama mundial, le corresponde.

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