
Confieso que un niño tan introvertido, retraído y absorto en sus comics como lo era yo no sintió el menor interés por el fútbol hasta los once años bien cumplidos. La celebración del Mundial de 1982 en España, todo un acontecimiento histórico, y como tal omnipresente en las televisiones de nuestros hogares hasta su clausura, me hizo ver que ese deporte capaz de movilizar a las masas era mucho más que aquella famosa definición de Alfonso Guerra, y que ciertamente yo por aquel entonces corroboraba: Veintidós tipos en pantalón corto corriendo alrededor de una pelota.

Tendríamos oportunidad de resarcirnos poco después en la Eurocopa de 1984 en Francia, a la que accedimos, recordémoslo, gracias a aquel heroico 12-1 a Malta en el Benito Villamarín. Una Selección dirigida por el castizo Miguel Muñoz, y que se distinguía más por la fuerza y el coraje de los Camacho, Maceda, Goicoechea, Víctor, Señor, Rincón o Santillana (verdaderos exponentes de 'la Furia') que por el buen fútbol, llegaba sorpresivamente a la final del campeonato; precisamente veinte años después de aquella legendaria victoria en Madrid ante la URSS de Yashin, que significaba nuestra primera y por entonces única Eurocopa. Sin embargo, los anfitriones lograrían derrotarnos en un funesto partido marcado por un fallo garrafal de Arconada, el mismo gran portero que, merced a sus colosales intervenciones contra Alemania y Dinamarca, nos había conducido a la final. Desde luego, un subcampeonato de Europa tras el fiasco mundialista bien pudo considerarse todo un éxito, aunque desde entonces parecía empezar a acompañarnos la desgracia, e incluso la tragedia, en los momentos más decisivos.

El fracaso de la Eurocopa de 1988, en la que la anfitriona Alemania (una vez más) eliminaría a España en la primera fase, supondría el fin de la 'era Muñoz'. Su sustituto, el mítico Luis Suárez, afrontaba con cierta ilusión un Mundial que se disputaba en un país que le trataba como un auténtico ídolo: Italia. Pero 1990 tampoco era nuestro año: Tras empatar con Uruguay y vencer a Corea del Sur (con tres magníficos goles de Míchel) y Bélgica, una Yugoslavia que se dedicó a verlas venir, y a la que le bastó con dos destellos de calidad de Stojkovic, nos mandó a casa. Duro golpe que costó encajar, ya que ni tan siquiera lograríamos clasificarnos para la Eurocopa que se celebraría en nuestro año olímpico. Eso sí, al menos nos llenó de alegría aquella Selección que, dirigida por el interino Vicente Miera, lograría de la mano de los Toni, Ferrer, Abelardo, Guardiola, Amavisca, Kiko, Alfonso y demás, un merecidísimo y meritorio oro en Barcelona, en el imborrable marco de un Camp Nou repleto de banderas españolas.

En la Eurocopa de 1996, disputada en Inglaterra, nos quedamos de nuevo en los cuartos de final: Nos cruzamos con los anfitriones, con los que sólo pudimos empatar a cero tras disfrutar de claras oportunidades de gol. Sin embargo, nos derrotarían en la tanda de penalties tras sendos errores de Hierro y Nadal. Dos años después, en el Mundial de Francia, pese al debut de quien sigue siendo el máximo goleador de la historia de nuestra Selección, el carismático Raúl, protagonizaríamos un fracaso sin paliativos: El desastre ante Nigeria, en un desgraciado encuentro señalado por el inconcebible gol en propia puerta del buen portero Zubizarreta, todavía poseedor del récord de internacionalidades, hizo estériles el empate ante Paraguay y la goleada por 6-1 a Bulgaria. Nos vimos obligados a volver a España ya en la primera fase. La larga y controvertida 'era Clemente', que se resistía aún así a dejar el cargo, tocaría definitivamente a su fin después de una humillante derrota en Chipre.
Pero nuestra salida del Mundial de Corea y Japón, al que España comparecía esta vez como una de las favoritas, fue todavía más sangrante: Tras superar con facilidad y cierta brillantez la primera fase merced a sendas victorias contra Eslovenia, Paraguay y Sudáfrica, se consiguió superar a la muy rocosa Irlanda... por penalties, en los que emergió por primera vez la figura de 'San Íker' Casillas. Sin embargo, no repetimos suerte en el temido cruce de cuartos de final, de nuevo frente a los anfitriones (en este caso, los coreanos), cuando el escandalosamente parcial arbitraje del nefasto Al Gandhour y sus ineptos linieres, que nos anularon dos impolutos goles (de Baraja y de Morientes) y una jugada clara de gol, nos condenó a disputarnos el pase en la lotería de los penalties. El joven y excelente extremo Joaquín, que por lo demás jugó un gran partido, tuvo la desdicha de errar su tiro. Camacho, asqueado por un sistema, el de la FIFA, que impone unos intereses creados hasta el punto de adulterar la competición, dimitió.
Le sustituyó un hombre de la casa, el bueno de Iñaki Sáez, que lo había ganado prácticamente todo al frente de la categoría sub-21. Sin embargo, su periodo al frente de la Selección absoluta acabó siendo un breve interregno de dos años hasta la llegada de Luis Aragonés. Aún así, tuvo tiempo de clasificar a España, no sin apuros, para la Eurocopa de Portugal de 2004, donde caímos en la primera fase, de nuevo ante los anfitriones. El Sabio de Hortaleza pasaría a tomar las riendas de un grupo de jugadores de extraordinaria calidad técnica y física, aunque todavía inexpertos. Bisoñez que pagarían en el Mundial de Alemania de 2006, donde, tras maravillar ante Ucrania (4-0), vencer con ciertas dificultades a Túnez y cubrir el expediente contra Arabia Saudí, perderían en octavos frente a la veterana Francia de los Vieira, Zidane, Ribéry y Henry por 1-3 tras adelantarse en el marcador. Y es que del encuentro, en el que España salió al terreno de juego nada menos que con tres delanteros natos como Villa, Fernando Torres y Raúl, y con tan solo Xabi Alonso ejerciendo de 'stopper' en el centro del campo, había que extraer una clara lección: En este tipo de partidos, además de ser ambiciosos en ataque, también hay que saber guardar la viña.

El ex-seleccionador Camacho no se cansaba de repetir que lo que le faltaba a España para alcanzar el nivel de Brasil, Alemania, Italia o Argentina era dominar 'el otro fútbol'. Es decir, actuar con más oficio, ser más competitivos en los partidos cruciales. Y, por qué no, tener esa pizca de suerte que suele acompañar a los campeones. Pues bien, en el último Mundial de Sudáfrica nuestros jugadores han demostrado que, en efecto, han adquirido ese saber estar, esa capacidad especial que se les exige a los que llegan a lo más alto. Esta vez no hemos tenido que lamentar ningún inoportuno fallo del portero en el peor momento, sino, bien al contrario, las intervenciones de Casillas han sido providenciales y decisivas; nuestra defensa, segura y firme, no se ha descompuesto nunca; nuestro centro del campo ha sabido siempre controlar el 'tempo' de los partidos, y ha tenido claro desde el principio que para dominar el balón, muchas veces hay que recuperarlo antes; y en la delantera hemos tenido a un auténtico valladar, el 'Guaje' Villa, cuyo olfato de gol nos ha sacado de más de un apuro.

Nada menos que seis jugadores españoles forman parte del equipo ideal de la FIFA: Casillas en la portería; Sergio Ramos y Puyol en la defensa; Xavi e Iniesta en la media; y Villa en la delantera. Quizá deberían haber entrado más integrantes de nuestra Selección, como Piqué y Busquets. Pero si alguien simboliza como nadie el estilo español, depurado y técnico aunque no exento de lucha y sacrificio, ese es Andrés Iniesta. Él y no otro se merecía haber marcado el gol de la victoria en la final ante una Holanda inesperada y lamentablemente marrullera. Y también es el que más méritos ha adquirido para conseguir el Balón de Oro. Porque, con todos los respetos, se trata de un futbolista que se encuentra al menos al mismo nivel que un Messi o un Cristiano Ronaldo, aunque haya nacido en un pequeño pueblo albaceteño llamado Fuentealbilla.
Finalmente, en Sudáfrica se ha hecho justicia con el fútbol español. Desde luego, ya nos tocaba a todas las generaciones de hinchas sufridores de la Selección llevarnos una alegría tan inmensa. De ahí la explosión de júbilo que hemos vivido y del que hemos participado estos días en las calles de toda España, incluidos supuestos predios nacionalistas. Y es que, pese a los denodados esfuerzos de los disgregadores de turno, y muy a pesar de tener un presidente del Gobierno que considera a nuestra nación 'discutida y discutible' (no es de extrañar que le cueste tanto emitir un 'viva España', aunque no ha tardado en apropiarse políticamente del éxito), España todavía existe. Al menos, el sentimiento y el orgullo de ser español continúa más vivo que nunca. Aunque quizá hayamos tenido que esperar a que nuestra Selección de fútbol gane por fin un Mundial para darnos cuenta. Algo, en tal caso, que también hemos de agradecerles.
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