martes, 29 de abril de 2014

ASÍ NO, SEÑOR NAVARRO

La tan mentada agresión al líder socialista catalán Pere Navarro merece, faltaría más, la más enérgica de las condenas: bajo ningún concepto se puede justificar ni 'explicar' que mediante el ejercicio de la violencia se pretenda amedrentar a nadie en el uso de su libertad de expresión, y más concretamente en su cometido político como representante de los ciudadanos. Ahora bien, resulta lamentable que el mismo señor Navarro, adoptando una injusta equidistancia, haya repartido culpas al responsabilizar del ataque del que ha sido objeto a un 'clima de crispación' al que contribuirían al mismo nivel tanto Mas como Rajoy.

Porque no parece que quien pegó al señor Navarro simpatice precisamente con las ideas del PP, bien al contrario; y porque, por desgracia, no es ni mucho menos la primera vez que en Cataluña alguien sufre en sus propias carnes la intolerancia de quienes tachan de 'malos catalanes' o 'anticatalanes' a aquellos que no sigan a pies juntillas los preceptos del pensamiento único nacionalista. No hay más que recordar lo que por desgracia hace décadas se convirtió en una tradición del paisaje social y político de Cataluña: los violentos boicots a conferenciantes no nacionalistas, desde políticos como Aznar o Rosa Díez, hasta escritores o intelectuales como Arcadi Espada o Jon Juaristi; los asaltos a sedes de los partidos constitucionalistas, sobre todo del PP; amenazas de muerte como la dirigida a Albert Rivera mediante carta con retrato suyo con tiro en la frente; y en cuanto a agresiones físicas en plena calle, o conatos de ello, que le pregunten a Vidal-Quadras, al propio Albert Rivera, a Alicia Sánchez Camacho, a Alberto Fernández, o, más recientemente, al mismo Ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, zarandeado en Las Ramblas.

Y es que, desde luego, es cierto que hay un 'clima de crispación' en Cataluña. Pero lo han generado desde hace años quienes, bajo consignas como 'Espanya ens roba', y utilizando todos los resortes del poder durante décadas, llevan presentando a España y los españoles como enemigos, invasores y represores; y, a aquellos catalanes que no tienen complejos para reconocer y proclamar sentirse españoles y defender la unidad de España, como felones a los que urge expulsar del paraíso nacionalista. Pero esta cruda realidad, la del odio a lo español instigado e institucionalizado por un régimen de nacionalismo obligatorio, jamás la va a reconocer un dirigente político socialista catalán, normalmente acomplejado ante una supuesta superior legitimidad democrática del nacionalismo (cuya política 'identitaria', sin ir más lejos, ha continuado el PSC cada vez que ha llegado a gobernar en Cataluña); eso sí, en cambio, siempre presto a culpar al PP, sospechoso de franquismo a fuer de españolista, de todos los males habidos y por haber.

Así no, señor Navarro. Así no.

miércoles, 9 de abril de 2014

...PERO EL RETO SEPARATISTA CONTINÚA

'El nacionalismo es una enfermedad infantil. Es el sarampión de la humanidad'. Albert Einstein.

'Ni este Gobierno que yo presido, ni las Cortes Generales, ni el Parlament de Cataluña pueden privar al pueblo español de su derecho a decidir sobre el futuro colectivo'. 'Nunca en la historia ha tenido Cataluña un nivel de autogobierno como el que tiene hoy'. 'Nadie discute el verdadero derecho a decidir. ¿Acaso acudimos a las urnas por otro motivo? Los habitantes de cada comunidad tienen derecho a escoger quién gobierna su autonomía, pero no a decidir qué hemos de hacer con España. Cada catalán, como cada gallego o cada andaluz, es copropietario de la soberanía nacional'. 'No hay ninguna Constitución que diga que una parte puede decidir sobre el todo'. 'La democracia es el propósito de no reconocer otra autoridad por encima de los ciudadanos que la ley. La esencia de la democracia es que todos tienen que atenerse a las normas. No hay democracia sin ley'.

Son fragmentos que resumen la esencia de un articulado, pedagógico y magníficamente argumentado discurso con el que Mariano Rajoy respondió en el Congreso de los Diputados a la pretensión del nacionalismo catalán de celebrar un referéndum secesionista en Cataluña. Una firme defensa de la soberanía nacional española que cabe esperar de un presidente del Gobierno que, como tal, y lejos de determinadas consideraciones que tachan de 'concepto discutido y discutible' a la misma nación española, ha de estar plenamente comprometido con la unidad de España y la Constitución y las leyes que la garantizan.


No podía ser de otra manera: el Congreso de los Diputados como sede de los representantes de la soberanía nacional, que reside en el conjunto del pueblo español, rechazó por abrumadora mayoría la reclamación separatista del Gobierno nacionalista catalán de Mas. Pero lo más importante de la sesión parlamentaria fue el debate en sí que, pese al ínfimo nivel retórico y dialéctico de los componentes de la delegación del Parlamento catalán (en algún caso verdaderamente alarmante), en general rayó a gran altura; y que, sobre todo, mostró una grata coincidencia en las razones y los argumentos fundamentales esgrimidos por los portavoces que defendieron los principios y valores de nuestra Constitución y, por ende, la unidad y soberanía nacionales: así, cada uno a su estilo, tanto Rubalcaba por el PSOE, como Rosa Díez por UPyD, sin desdeñar las aportaciones de Álvarez Sostres por Foro Asturias y Carlos Salvador por UPN, dejaron claro en sus intervenciones que nada resulta concebible fuera de la Constitución que los españoles, incluido más de un 90% de los votantes catalanes, nos dimos. Que se escenifique esta unión ampliamente mayoritaria en pro de la nación española y el sistema constitucional que lo respalda y garantiza sin duda que fortalece nuestra democracia. Ojalá que no sea flor de un día y permanezca siempre de manera inquebrantable.

Porque, por muy claro y contundente que haya sido el rechazo del Parlamento de la nación al alarde secesionista, no ha terminado ni mucho menos la pesadilla. Bien al contrario, y por desgracia, el reto separatista continúa. Aunque muy posiblemente no les quede otra salida que adelantar de nuevo las elecciones autonómicas para dotarles de un carácter plebiscitario, a los que se les llena la boca todos los días con la palabra 'democracia' para defender su referéndum secesionista ('qué hay de malo en que la gente vote'), les trae al pairo que nada menos que el 86% de los representantes políticos de allí donde reside la soberanía haya votado en contra de sus pretensiones independentistas; y que incluso, muy significativamente, una mayoría absoluta de los diputados elegidos en las circunscripciones de Cataluña (25 de 47) se haya pronunciado de la misma forma.

Y es que, obviamente, al nacionalismo catalán siempre le ha importado un bledo una legalidad, una Constitución y una soberanía del pueblo español en las que en el fondo nunca ha creído, y que por tanto no las considera impedimento alguno para alcanzar su objetivo primordial, que es el de todo nacionalismo que se precie: acumular todo el poder para que éste sea incontestable. La 'Catalunya Lliure' que propugnan no persigue en realidad la libertad de los catalanes, sino el ejercicio sin límite de determinadas prerrogativas por parte de cierta élite política; y para ello resulta imprescindible desembarazarse de una España constitucional que se empeña en someter al imperio de la ley a todos los ciudadanos, hasta a aquellos que se envuelven en la cuatribarrada. Y no van a descansar hasta conseguirlo.

jueves, 3 de abril de 2014

GRACIAS, PRESIDENTE

Tras casi 19 años rigiendo el Gobierno regional de Murcia, Ramón Luis Valcárcel ha presentado su dimisión para, a partir de ahora, centrarse en ser la voz en Bruselas de los intereses de Murcia, su auténtica pasión y verdadera razón de ser en política.

Durante su presidencia, la Región de Murcia, pese a que en los últimos años no ha podido mantenerse ajena a una grave crisis económica nacional, ha vivido una época de prosperidad sin precedentes y progresado como nunca, sobre todo en materia de infraestructuras viarias, sanitarias y educativas. En el ámbito nacional, su defensa del agua, ese bien tan preciado especialmente en estas tierras, ha sido constante, inquebrantable y ante Gobiernos nacionales de distintos colores; así, ha sido realmente decisiva su contribución a la consolidación por ley de un trasvase Tajo-Segura al que se le llegó a poner fecha de caducidad. En este sentido, ha sido capaz de situar por fin a Murcia en el mapa.

Además, sus amplísimas mayorías absolutas cosechadas en las urnas, sin parangón en ninguna otra Comunidad Autónoma durante la democracia, son verdaderamente dignas de estudio por parte de sociólogos y politólogos. Lo que a su vez muestra el profundo grado de identificación y afinidad entre un electorado como el murciano y una determinada opción política; un indudable mérito que, por su escasísima frecuencia, cabe atribuir al PP de Valcárcel, que, amén de hacerse merecedor por su misma gestión política de adhesiones electorales tan holgadas, ha sabido permeabilizarse en todos los estratos de una sociedad murciana que se caracteriza por su dinamismo y capacidad de emprendimiento y, por tanto, nada dada a someterse a cautiverios de voto.

Aunque solo sea por tantísimos años al servicio de la Región de Murcia, don Ramón Luis Valcárcel Siso se ha hecho acreedor al respeto y reconocimiento de los murcianos. Gracias, presidente.

martes, 1 de abril de 2014

FRENTE A LA ULTRAIZQUIERDA, LA DEMOCRACIA

Fue precisamente en vísperas de la muerte de Adolfo Suárez, la figura histórica que más cabe identificar con nuestra democracia. La sedición de ultraizquierda tomó una vez más las calles de Madrid haciendo alarde de su siniestra simbología: banderas rojas (además de las inevitables republicanas), retratos del Che Guevara... Desde luego, nunca han engañado a nadie: sus ejemplos de aquella 'democracia real' que propugnan son los totalitarismos criminales que durante el siglo pasado sembraron de miseria y muerte tantos rincones del mundo; y que todavía lo continúan haciendo en determinados sitios como Venezuela, cuyo régimen abyecto es faro ideológico de la extrema izquierda callejera. 

La que se presentó como 'Marcha por la Dignidad' acabó mostrando la indignidad del matonismo callejero de la extrema izquierda antisistema, golpista y antidemocrática; a no ser, claro, que, remedando aquel lamentable auto de cierta juez 'progre', consideremos como 'mecanismo ordinario de participación democrática y expresión del pluralismo de los ciudadanos' lanzar objetos y adoquines, arrasar con el mobiliario urbano, actuar contra los bienes ajenos y agredir (y en algún caso hasta intentar asesinar) a los Policías que se encontraban arrinconados. Ciertamente, da verdadero pavor pensar en qué manos estaríamos si semejante gentuza conquistara alguna vez el poder: seguramente dejarían hasta cortos los desmanes, atropellos y crímenes de, por ejemplo, sus actuales puntos de referencia cubano y venezolano.


No cabe dudar de que la mayor parte de quienes acudieron a aquellas manifestaciones lo hicieron con una intención de mostrar de manera absolutamente pacífica su descontento; pero si precisamente esa actitud supuestamente mayoritaria ha quedado en un segundo plano ha sido debido a la manera de proceder violenta de los antisistema que, por cierto, siempre consiguen acaparar un triste protagonismo al final de esas movilizaciones: simplemente, porque intentan transmitir de ese modo una imagen de crispación en las calles y de desestabilización que incluso trascienda nuestras fronteras. Y es que siempre han buscado hacer de España una especie de Grecia bis, aunque con muy magros resultados. 

Por cierto, ¿qué pintaban allí unos 'observadores' de la OSCE, parece ser que para 'vigilar' la actuación de nuestra Policía? ¿Acaso creían que estaban en una república bananera, y no en un sistema democrático tan garantista y respetuoso con los derechos y libertades como el que más? ¿Tantísimo eco y repercusión logra la propaganda izquierdista, que convierte a una democracia en sospechosa desde el mismo momento en que, de resultas de unas elecciones libres, pasa a gobernarla la derecha?

Bien al contrario: la imprescindible, y a su vez dificilísima, labor de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado en un régimen de libertades como el nuestro merece toda la gratitud: sus miembros se juegan su integridad física, y hasta su vida en algún caso, en la defensa del orden público, la seguridad ciudadana y los derechos y libertades de todos. Porque en una democracia se debe servir y proteger al ciudadano en general en el libre ejercicio de sus derechos, desde el viandante que camina por la calle hasta el propietario de un bar que paga sus impuestos. Posiblemente el 'radicalismo' sea minoritario en las manifestaciones; pero lo que sí está claro es que, por desgracia, se emplea con cada vez más violencia. Y es la Policía la que ha de encargarse de responder a la misma para evitar que semejantes cafres se hagan dueños de las calles; se trata de un cometido tremendamente ingrato que, no solo no obtiene el justo reconocimiento, sino que además algunos ponen bajo sospecha con tal de desprestigiar a la Policía y, a su vez y sobre todo, tacharla de mero instrumento de un Gobierno de derechas, como tal represor. Es así de simple.

Las motivaciones auténticamente antidemocráticas, y ciertamente totalitarias, hay que buscarlas más bien en el otro lado: concretamente, en los indignos 'indignados' de la extrema izquierda que jamás aceptan el resultado de unas urnas que les suelen ser esquivas y abogan por generar desestabilización e imponer la violencia en las calles para intentar tomar el poder por las bravas. Es lo que llaman 'revolución', en realidad una suerte de golpe de Estado para desalojar a un Gobierno que consideran ilegítimo mientras no lo ostenten ellos mismos. Coherencia, en este sentido, la tienen toda.

Y para muestra, un significativo y deleznable botón que se nos mostró unos días después: que un profesor (en este caso profesora) tenga que ir escoltado para dar clase a sus alumnos, y para más inri en la Universidad, templo que debería ser de libertad y tolerancia, nos retrotrae a tiempos que creíamos superados. Y es que, al igual que durante los últimos años de la segunda legislatura de Aznar, la extrema izquierda antisistema, con el silencio cómplice, cuando no aquiescencia, de buena parte de la supuesta izquierda 'institucional', está intentando extender la violencia en distintos ámbitos de la sociedad para generar un clima de miedo similar al que era propio del País Vasco de los peores años de la extorsión etarra. Lo que no resulta extraño teniendo en cuenta que la sedición callejera y matonista de ultraizquierda tiene precisamente a la banda terrorista ETA como admirable ejemplo a seguir.

Tampoco es casualidad que precisamente ahora, cuando todos los datos indican que estamos saliendo de una crisis económica que determinadas políticas muy 'sociales' y 'de izquierdas' tanto contribuyeron a generar (como sus tres millones y medio de parados en dos años), la extrema izquierda intensifique su violencia en las calles. Y es que se pretende provocar un clima de desestabilización para intentar derribar a un Gobierno absolutamente legítimo. Eso sí, la mejor manera de desprestigiar a los antisistema, si verdaderamente nos situamos en contra como asegura la izquierda moderada, es al menos procurar no justificar ni 'explicar' sus desmanes y atropellos (con argumentos como que los que producen 'inestabilidad' son quienes toman medidas derivadas de su legitimidad democrática, y no quienes pretenden imponer la ley del palo y el tentetieso en la vía pública), porque en caso contrario banalizaríamos esa violencia que en teoría condenamos, y hasta llegaríamos a convertirla en rentable.

Desestabilizar y horadar nuestro sistema democrático, bajo el principio de hacer 'tabla rasa', es el objetivo, lo que no se debería consentir bajo ningún concepto; y para ello se han de utilizar los instrumentos de la legalidad y el Estado de Derecho. Aunque solo sea para defender el grandioso legado de quien hizo posible la concordia y enterró las dos Españas eternamente enfrentadas para erigir un régimen democrático, pluralista y de libertades en el que todos tuvieran cabida. Es el mejor homenaje que le podemos tributar a Adolfo Suárez.

lunes, 24 de marzo de 2014

ADOLFO SUÁREZ, O LA DEMOCRACIA ESPAÑOLA

'¡Qué error, qué inmenso error!'. Con semejante exclamación titulaba el historiador Ricardo de la Cierva su artículo en el diario 'El País' (sí, 'El País', eran otros tiempos) sobre el nombramiento de un entonces desconocido Adolfo Suárez como presidente del Gobierno de la Monarquía. Siguiendo esa misma estela, la revista 'Cuadernos para el Diálogo' editorializaba con 'El error Suárez', al modo de aquel 'error Berenguer' con el que Ortega y Gasset vaticinaba el definitivo hundimiento de la Monarquía alfonsina cerrando su texto con un claro y contundente 'Delenda est Monarchia'. Ortega acabaría acertando, pero no, afortunadamente, De la Cierva ni los editorialistas de 'Cuadernos'. Sea como fuere, no dejaba de resultar sorprendente que el Rey don Juan Carlos, frente a 'la terna' que se tenía por segura (formada por los supuestamente mucho más preparados y experimentados Areilza, Fraga y Fernández Miranda), se inclinara por un simple burócrata del régimen (un 'chusquero de la política', como él mismo llegó a definirse), sin el más mínimo prestigio político ni intelectual, para hacer frente en primerísima persona a una tarea de tantísimo calado como llevar a buen puerto la transición a la democracia. ¿Se trataba más bien de un mero capricho del Monarca?

'Elevar a la categoría política de normal, lo que a nivel de calle es plenamente normal'. De manera tan atinada definió el propio Suárez el objetivo primordial de cometido tan ingente: llevar a la política y a las instituciones unos hábitos y modos de comportamiento democráticos hace tiempo arraigados en una sociedad española que, gracias sobre todo a la consolidación de las clases medias, se había modernizado y 'occidentalizado' a ojos vista. El autoritarismo político, pues, no tenía ningún sentido; tan solo para nostálgicos aferrados desesperadamente a un pasado ya superado. Suárez tenía muy claro este principio, y además confiaba ciegamente en que España estaba absolutamente preparada para la democracia. Por tanto, era el hombre adecuado para liderar semejante empeño: su brillante defensa en las Cortes como Ministro Secretario General del Movimiento de la aperturista Ley de Asociaciones Políticas era buena prueba de ello, y fue quizá lo que acabó de convencer al Rey de la oportunidad de su nombramiento. Además, era joven, atractivo y muy telegénico, virtudes muy a tener en cuenta en una época en la que los 'mass-media', especialmente la televisión, ya tenían una presencia importante en la vida de los españoles.

En general, de que el franquismo sin Franco era absolutamente inviable, además de que España necesitaba evolucionar a la democracia dado el carácter obsoleto del régimen, era consciente la inmensa mayoría de la sociedad española; hasta ese sector más proclive a votar a la derecha (aquello que se llegó a denominar, un tanto injustamente, ‘franquismo sociológico’), en el que cabía incluir también a una mayoría de dirigentes políticos procedentes del régimen franquista (que ingresarían en buena parte en la Unión de Centro Democrático -UCD- de Suárez, y otros en la Alianza Popular -AP- de Fraga), abogaba en líneas generales por una transición, eso sí, ordenada a la democracia. No en balde los principales motores del cambio fueron realmente tres pilares del régimen anterior: el propio don Juan Carlos, sucesor de Franco a título de Rey, que utilizó la misma Jefatura del Estado para impulsar los primeros pasos hacia la aprobación de una Constitución que convirtiera su propio poder en simbólico; Torcuato Fernández-Miranda, que desde la presidencia de las Cortes, y ‘de la ley a la ley’, hizo posible convertir el sistema jurídico-político en incipientemente democrático partiendo de las Leyes Fundamentales del franquismo; y, por supuesto, Adolfo Suárez, anterior Ministro Secretario General del Movimiento, que como presidente del Gobierno supo propiciar el consenso para llevar adelante las reformas democráticas.

Buena prueba de la conciencia arraigada dentro del mismo régimen franquista acerca del necesario advenimiento de la democracia fue el ‘hara-kiri’ que las propias Cortes franquistas se infligieron cuando aprobaron por mayoría aplastante (más de los dos tercios necesarios) la Ley para la Reforma Política, que, cabe recordar, proclamaba unos principios absolutamente contrarios al franquismo (soberanía popular, supremacía de la ley, inviolabilidad de los derechos fundamentales de la persona, electividad de diputados y senadores por sufragio universal, etc.), amén de establecer un procedimiento para la reforma constitucional. 425 procuradores votaron a favor, 59 en contra y 13 se abstuvieron: nada menos que un voto favorable del 82 por ciento tras un debate que rayó a gran altura dialéctica, donde destacaron especialmente Fernando Suárez en el reformismo y Blas Piñar en el ‘bunker’. Fue, en cualquier caso, el primer gran triunfo de Adolfo Suárez como presidente del Gobierno. Para su definitiva ratificación, se convocó a referéndum al pueblo español, cuyos deseos de cambio hicieron desoír la recomendación de la oposición, que hizo campaña por la abstención: así, con una participación nada menos que del 77 por ciento, votó a favor el 94,2 por ciento de los electores. La nación española se había pronunciado, por tanto, con meridiana claridad: había que devolverle su soberanía por medio de una Constitución de todos.

Para ello, se volvió a convocar al electorado español a unos comicios generales (los primeros desde 1936) que dieran lugar a unas Cortes constituyentes, aunque en su momento no se plantearon así. Y pese a que UCD y AP lograron los escaños suficientes para construir juntos una mayoría absoluta (166+16=182, 6 más de los necesarios), se evitó incurrir en los mismos errores cometidos por los anteriores procesos constituyentes españoles, es decir, elaborar una Carta Magna que solo satisfaciera los valores y aspiraciones de media España contra los de la otra media; de tal forma que el partido del Gobierno pronto empezó a acordar textos y artículos con los demás grupos parlamentarios, fundamentalmente con el socialista, y especialmente en materia autonómica y de derechos y libertades. Tras su abrumadora aprobación final por las Cámaras, se sometió la Constitución consensuada a referéndum: en este caso con menos participación (tan solo el 67 por ciento de un electorado agotado de tantas consultas en tan poco tiempo), un 87 por ciento de los votantes ratificó la Carta Magna. En esta ocasión, la oposición, que participó en su elaboración, sí recomendó un voto afirmativo (excepto los nacionalistas del PNV).

Pero ahí se acabó el consenso, saldado con un éxito indiscutible gracias en gran parte a los buenos oficios del presidente Suárez. Tras las elecciones generales de 1979, que prácticamente mantuvieron el panorama político, el PSOE aspiraba legítimamente a conquistar el Gobierno y dio un giro a su estrategia, centrada en desgastar al Ejecutivo que volvería a ostentar la UCD. Porque mucho se ha comentado y escrito sobre la desestabilización de la extrema derecha (que anidaba en considerados entonces ‘poderes fácticos’, como el Ejército), que exigía soluciones drásticas ante la intensidad del terrorismo, muy especialmente el etarra, y un supuesto surgimiento del separatismo; a lo que se sumaba el descontento generado por la legalización del PCE en el llamado 'Sábado Santo Rojo'. Pero cabe recordar que también el PSOE contribuiría en primera línea al deterioro de la imagen del presidente Suárez, quien, por ejemplo, fue calificado por el entonces portavoz socialista Alfonso Guerra como ‘tahúr del Mississippi’, amén de acusarle de albergar la oscura intención de 'entrar en el Congreso de los Diputados con el caballo de Pavía’; tampoco dudaría el Grupo Socialista en utilizar contra el Gobierno el ‘caso Arregui’ (la muerte de un terrorista en extrañas circunstancias) y las mortales intoxicaciones por el aceite de colza. La moción de censura presentada por el PSOE en el Congreso fue otra significativa muestra de su táctica basada en desprestigiar la figura de Adolfo Suárez, que, acosado también por las intrigas palaciegas en el seno de su propio partido, finalmente dimitiría.

Durante la investidura de su sucesor aparecería un fantasma desgraciadamente muy frecuente en nuestra historia: el de la asonada, que sería felizmente abortada por un Rey que se erigió en garante de la Constitución y la soberanía nacional. Pasará a la historia la gallarda y valiente reacción de Suárez, junto a su vicepresidente y Ministro de Defensa Gutiérrez Mellado, cuando, en primer lugar, se enfrentó a los golpistas en el Congreso, y después, y pese a los tiros al techo con que le respondieron, se mantuvo sentado en su escaño, y no bajo él como el resto de los diputados (con la también honrosa excepción, todo hay que decirlo, de Santiago Carrillo). No le importaba poner en riesgo su propia vida con tal de defender su obra más preciada: la llegada de las libertades y la democracia a España.

La UCD, con su definitiva extinción, acabó mostrando su verdadera entidad: una mera coalición electoral basada en una frágil amalgama de distintas y muy variadas corrientes políticas (conservadores, liberales, democristianos, socialdemócratas) que serviría para propiciar el consenso en la construcción de la democracia, pero nada más (y nada menos). Para gestionar la agenda política propia de un Gobierno, y especialmente en un contexto de grave crisis económica y política, demostró ser un verdadero desastre y una simple caja de resonancia de ambiciones personales. Suárez también terminaría dimitiendo de la presidencia de su partido para a continuación fundar otro: el Centro Democrático y Social (CDS), al que se llevaría a 'suaristas' a ultranza como su fidelísimo Agustín Rodríguez Sahagún.

Tras el previsible fracaso de las elecciones generales de 1982 (aunque el mismo Suárez lograría un escaño, junto al propio Rodríguez Sahagún), en posteriores comicios el proyecto del CDS parecía al principio tener posibilidades de alcanzar su objetivo primordial: obtener la representación y el peso electoral suficiente como para desempeñar el papel de 'bisagra' al modo de los liberales en Alemania. Y quién sabe, de la misma forma que Rodríguez Sahagún había llegado a la Alcaldía de Madrid de resultas de un acuerdo poselectoral con AP, por qué no cabría pensar en un regreso de Suárez a La Moncloa por una vía parecida. Pero esa misma política de pactos municipales y autonómicos basada en el mero oportunismo (en unos sitios con el PSOE, en otros con AP-PP) terminó desgastando al CDS, al que también perjudicó el carácter centrista y liberal que un joven Aznar imprimió a un Partido Popular refundado, renovado y por fin con opciones reales de desbancar a un socialismo hegemónico. Tras unas elecciones municipales y autonómicas, las de 1991, en las que se habían depositado tantísimas esperanzas, Suárez también dejaría la presidencia del CDS y se retiraría definitivamente de la actividad política.

Desde entonces, su vida se volcó en el terreno personal y familiar, no exento precisamente de experiencias tremendamente dolorosas como la muerte por cáncer de su mujer, su adorada Amparo, que tanto le marcó; de la misma lacra sería posteriormente víctima su hija Mariam, de cuya pérdida ya no fue consciente. En este sentido, sus escasas pero muy sonadas apariciones públicas hicieron cada vez más evidente su deterioro mental, muy significativamente su intervención en 2003 en un mítin en Albacete para defender públicamente la candidatura de su hijo, Adolfo Suárez Illana, a la presidencia regional de Castilla-La Mancha por el PP. Desde entonces, ha estado manteniendo una larga y denodada lucha contra el Alzheimer, siempre rodeado del afecto, apoyo y aliento de los suyos.

Descanse en paz Adolfo Suárez González, el hombre de la reconciliación y el consenso político que propició el actual sistema democrático. Porque a él le debemos en primer lugar la construcción y consolidación de un régimen de libertades en España. Adolfo Suárez, o la democracia española. Sin duda, su nombre queda grabado con letras de oro en nuestra historia.

Post scríptum: Dejo constancia de que, en interés de la adecuada fidelidad del texto a la verdad de los hechos relatados, he añadido un par de datos oportunamente apuntados y sugeridos. Muchas gracias, Raquel.

viernes, 21 de marzo de 2014

LA CONTRIBUCIÓN DE LOCKE AL PENSAMIENTO LIBERAL

En las tesis políticas de John Locke encontramos en realidad el origen del pensamiento liberal clásico, o al menos de un 'preliberalismo'. Así por ejemplo, resulta clara y significativa la influencia lockeana en uno de los hitos históricos del liberalismo, la Declaración de Independencia norteamericana, que proclamaba como derechos inalienables del individuo 'la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad'; precisamente Locke asignaba al Estado, surgido por el consentimiento de los gobernados, los cometidos básicos de la protección de los derechos naturales y prepolíticos a la vida, la libertad y la propiedad, y en esa función justificaba su existencia.

Locke, que respaldó la Revolución Gloriosa de 1688, intervino al principio en la controversia acerca de la libertad religiosa que surgió en Inglaterra a partir de la disidencia de la Iglesia anglicana, y aseveró que en el ejercicio de esa libertad no debía haber más límites que las libertades individuales de otros y los posibles perjuicios a la comunidad en general. Pero con sus 'Dos tratados sobre el Gobierno civil' (1689) construyó una teoría más acabada sobre lo que debía ser un Estado y sociedad liberales.

En realidad, también supuso una contundente réplica a Thomas Hobbes y su 'Leviatán' (1651), y más concretamene a su tesis política de que la cesión de poder a los gobernados ha de realizarse a un Estado de carácter absolutista y poder ilimitado: era como si los ciudadanos quisieran protegerse de las mofetas y los zorros confiando en que un león no fuera a atacarles, fue la metáfora utilizada por Locke. En lo que sí coincidieron Hobbes y Locke fue en el 'constructo artificial' (tal y como lo definieron y denunciaron posteriormente liberal-conservadores como Michael Oakeshott, siempre reacios a reconocer unos derechos naturales o una condición 'prepolítica' del hombre) del 'estado de naturaleza' originario para explicar el posterior 'contrato social' por el que se erige un Gobierno 'por consentimiento'.

Quizá la diferencia en las conclusiones acerca del carácter del Estado resultante (absolutista en Hobbes, liberal-representativo en Locke) se deba fundamentalmente a cómo contemplaban uno y otro el 'estado de naturaleza': para Hobbes, una 'guerra de todos contra todos', que propiciaba para el hombre una vida 'solitaria, pobre, desagradable, brutal y breve'; para Locke sin embargo, el hombre en tal estado sí era consciente de la existencia de esos derechos naturales consistentes en respetar la vida, la libertad y la propiedad de la tierra y de los consiguientes límites morales, si bien las dificultades procederían de, además de que obviamente no todos respetarían esos derechos en los demás, las controversias particulares surgidas de distintas interpretaciones sobre su ejercicio y, de la misma forma, de la ausencia de protección ante agresiones externas. De ahí que se hiciera necesario que los gobernados acordaran por consentimiento ceder su poder y autoridad a un Gobierno que protegiera los derechos naturales y ejerciera de árbitro en las disputas entre particulares.

Esa cesión de autoridad, o soberanía, era para Hobbes definitiva; para Locke no lo era en absoluto, ya que debería cumplir su cometido básico (y prácticamente único) de proteger la vida, la libertad y la propiedad de los súbditos. En caso contrario, quienes prestaron su consentimiento tendrían toda la legitimidad para retirárselo y, por tanto, derrocar al Gobierno o poder establecido de distintas formas, incluido el tiranicidio si fuese necesario.

Para hacer efectivo ese papel protector de derechos por parte del Estado lockeano, y evitar en lo posible abusos de poder, Locke también esbozó una propuesta de división de poderes, bajo el principio del riesgo que supone concentrar el poder en unas mismas manos. Así, estableció una separación entre los poderes legislativo y ejecutivo, entre quienes debían hacer las leyes y ejecutarlas; sin embargo, no separó el poder judicial del ejecutivo, tal y como hiciera después Montesquieu en su más elaborada teoría de la división de poderes. En este sentido, el régimen de Gobierno ideal para Locke era la Monarquía constitucional inglesa, que distribuía las funciones entre el poder ejecutivo del Rey y el legislativo del Parlamento (Cámara de los Comunes y Cámara de los Lores), si bien su sistema político también era perfectamente aplicable a un régimen republicano moderado.

Sea como fuere, sería muy exagerado ver en Locke a un demócrata, o un preludio de democracia: él atribuía la condición de ciudadano al varón propietario, y por tanto cabe concluir que no hubiera simpatizado en absoluto con los movimientos favorables a la ampliación del sufragio. En este sentido también influyó en las limitaciones que el liberalismo clásico proponía tanto al ejercicio activo como pasivo del voto.

jueves, 13 de marzo de 2014

13-M: DIEZ AÑOS DE IGNOMINIA

Y sobre la infamia, la ignominia. Se cumplen diez años también del más furibundo ataque a las reglas de juego democráticas desde el 23-F: la violación por parte de la izquierda mediática y política de una jornada de reflexión previa a unas elecciones generales. Era el 13-M. Al 'agit-prop' promovido desde las terminales mediáticas de la progresía, con el que alcanzó su éxtasis la divulgación del grandioso embuste de los terroristas suicidas y sus calzoncillos, le pondría la guinda el mismísimo Rubalcaba proclamando que los españoles se merecían un Gobierno que no les mintiera; lo que viniendo de un mentiroso compulsivo, del portavoz del Gobierno del GAL y del responsable político del Faisán, no dejaba de sonar a broma macabra.  
Aunque cabe reconocer que, por desgracia, la estrategia, escenificada en 'espontáneos' cercos a sedes del PP, se saldó con un éxito indiscutible puesto que logró lo que pretendía: que una mayoría de españoles volcara su indignación, no hacia los terroristas fuesen quienes fuesen, sino hacia el Gobierno que precisamente más se había significado en la lucha contra el terrorismo. La culpa no la tenían quienes habían puesto las bombas en los trenes, sino un Ejecutivo que nos había colocado en la diana del terrorismo islamista por apoyar la guerra de Irak. Así se lo había expresado el propio Rubalcaba a los suyos cuando comenzaron a aparecer, sospechosamente y a cuentagotas, pistas que parecían apuntar a una autoría islamista: 'hemos ganado las elecciones'. En efecto, se había generado el clima político y mediático adecuado para que millones de electores españoles se vieran embargados por una especie de gigantesco síndrome de Estocolmo e hicieran realidad el mismísimo objetivo de los autores de la masacre: votar para botar al PP del poder. Y no fue en balde, porque el giro que daría el nuevo Gobierno de Zapatero tanto en política exterior como antiterrorista sería verdaderamente copernicano.

No es de extrañar, por tanto, que cierto tertuliano de la progresía, no solo mencione y recuerde aquellos actos contrarios a la legalidad vigente, sino que incluso alardee y se declare orgulloso de llevarlos a cabo. Contra la derecha vale todo, ya se sabe, y cuando está en el poder ninguna ley ni norma ha de ser impedimento alguno para echarla 'como sea'. Con lo cual una canallada, un atropello, llega a convertirse en heroicidad. E incluso motivo para sacar 'buenos recuerdos' de unas jornadas trágicas y teñidas de sangre.