Reproduzco a continuación un artículo que me publicó el diario La Opinión de Murcia, ayer, 9 de julio.
La estabilidad política e institucional
de las democracias consolidadas no sería posible si los dos grandes
partidos que se alternan en el poder no compartieran unos valores
fundamentales sobre los que edificar el sistema democrático y de
libertades. De tal forma que, salvando las distancias y peculiaridades
de los distintos países y regímenes políticos, republicanos y demócratas
en Estados Unidos, conservadores y laboristas en el Reino Unido,
neogaullistas y socialistas en Francia, democristianos y
socialdemócratas en Alemania, se caracterizan, como debe ser en un
sistema de pluralismo político, por sus diferencias ideológicas en
materia política, social y económica; pero, a su vez, por compartir unos
principios generales basados en la defensa de los derechos
constitucionalmente reconocidos, el respeto a las leyes, las
instituciones democráticas y las reglas de juego establecidas y, por
encima de todo, la unidad de la nación, en la que la soberanía, de donde
procede la misma representación política, se asienta.
Y así
debería ser en España si las dos mayores fuerzas políticas, que en las
últimas elecciones generales aglutinaron alrededor del 80 por ciento del
voto nacional (y que, pese a su desgaste electoral ante el empuje de
los llamados ´partidos emergentes´ al calor de la crisis, continúan
ostentando la mayor parte del poder municipal y autonómico), tuvieran
igualmente claro que nación y Constitución son los fundamentos que cabe
defender y garantizar en primer lugar y sin ambages. Pero, ay, aquí
falla la pata de la izquierda. Se podría hacer incluso abstracción de la
tradición golpista y de desacatamiento de las instituciones y las leyes
por parte del PSOE, especialmente acentuada cada vez que pierde el
poder (por ejemplo, su rebelión en 1934 contra la misma República que
contribuyó a erigir), y de ahí sus 'tics' antisistema que todavía
muestra; ya que, bajo el hiperliderazgo de Felipe González, daba la
impresión de que el socialismo español sí desempeñaba de hecho un papel
de garante de la estabilidad del sistema constitucional (pese a que su
proyecto consistía más bien en convertir al español en un régimen 'a la
mexicana', en el que el PSOE ejerciera el poder omnímodo del PRI en
México). Hasta que, tras el interregno Almunia-Borrell, llegaría
Zapatero para identificar al PSOE con los nacionalismos (con tal de
aislar al PP para llevar a cabo una especie de 'segunda transición' que
le permitiera su permanencia en el poder), adquirir compromisos tan
irresponsables como 'aprobar' el Estatut que salga del Parlamento de
Cataluña e, incluso como presidente del Gobierno, tachar de 'discutida y
discutible' a la mismísima nación española.
Aunque de Zapatero y
del zapaterismo podíamos esperar absolutamente de todo, incluso las
situaciones más surrealistas y pintorescas. En este caso, cabe recordar
que el proyecto de cambio de régimen del socialismo zapaterista pasaba
por crear un 'cordón sanitario' que aislara al PP y le impidiera el
acceso al poder, y en esa pretensión jugaban un papel importante los
nacionalismos y los separatismos (incluida la llamada 'izquierda
abertzale', a la que se pretendería 'integrar' en el sistema), a los que
se les garantizaría el dominio de sus predios con tal de que el PSOE se
mantuviera en el Gobierno de España... o más bien de lo que quedara de
ella. Obviamente, la crisis económica y su deficiente gestión por parte
del Ejecutivo socialista hizo añicos ese plan rupturista; pero para
llevarlo a cabo era imprescindible atraerse a los nacionalismos de todo
pelaje con un discurso que pusiera en solfa la misma existencia de la
nación española, y a la vez tildar de sospechoso de franquismo a quien
la defendiera a ultranza. Como si España como nación de ciudadanos
libres e iguales ante la ley hubiese surgido con Franco, y no con la
gloriosa Constitución liberal de 1812.
Pues bien, muerto
políticamente Zapatero, su herencia sigue latente en el PSOE. Hasta el
punto de que, como cabe recordar, el único debate 'ideológico' que tuvo
lugar tras su salida del liderazgo del partido no versó sobre si optar
entre socialdemocracia o socialismo puro y duro, entre la Tercera Vía
blairita o la sedición callejera del 15M, entre más o menos
intervencionismo estatal, o entre más o menos keynesianismo como salida
de la crisis... No, ni mucho menos; se centró en una controversia
entonces sugerida por Bono, que siempre ha presumido de ser un
españolista ´pata negra´: si el nuevo líder del PSOE habría de ser lo
suficientemente atrevido como para dar vivas a España. A lo que
Eguiguren, presidente del Partido Socialista de Euskadi, respondió
apostando por alguien que fuera capaz de gritar ´gora Euskadi y visca
Catalunya´, o a lo sumo un ´viva la Constitución´, pero siempre evitando
la palabra maldita. Tenía bemoles, y a la vez resultaba harto
indicativo, que se suscitara semejante discusión en un partido que,
además de contener la 'E' de español en sus siglas (aunque quizá nos
encontremos ante una situación parecida a la de la felizmente extinta
URSS: en este caso, cuatro siglas, cuatro mentiras), ha estado durante
tantos años en el Gobierno de España, y al que aspira a volver.
Tras
un breve paréntesis rubalcabiano con mucha pena y escasísima gloria,
surgió de las tertulias televisivas (indiscutible cantera política
actual) y con cierto halo de moderación el joven Pedro Sánchez como
nuevo líder socialista; sin embargo, ha terminado mostrándose como un
Zapatero cualquiera, aunque más guaperas. De ahí que no tenga reparo
alguno en emular a su antecesor en su estrategia de conquista del poder:
menos con el Partido Popular, pactar con cualquiera, incluso con
quienes abogan por acabar con el vigente sistema constitucional y por
políticas que debiliten, no solo la estabilidad política y económica,
sino la seguridad jurídica que se asienta en el principio de legalidad
(que, por ejemplo, la insigne 'escracheadora' Ada Colau pretende
saltarse como alcaldesa de Barcelona cuando lo considere oportuno). Pero
todo ha valido con tal de echar al PP, partido generalmente más votado, de
los gobiernos municipales y autonómicos: tripartitos, cuatripartitos,
pentapartitos... sean cuales sean los socios de coalición: lo mismo da
la 'derecha civilizada´ (palabras textuales suyas) de Ciudadanos, que
nacionalistas y secesionistas como los de Cataluña y los pancatalanistas
de la Comunidad Valenciana y Baleares, que quienes tienen como modelo a
'la Venezuela de Chávez' (como precisaba el propio Sánchez cuando
juraba y perjuraba que jamás pactaría con Podemos); estos últimos, para
más inri, y gracias al apoyo de su partido, gobiernan los ayuntamientos
de Madrid, Barcelona, La Coruña, Zaragoza y Cádiz, donde no han tardado
de dejar su sello de extrema izquierda. Y es que quien ha llegado a ser
presentado como 'niño bonito' de la derecha no es más que otro sectario
de los que abundan en la progresía.
Si además de poner como fondo a
la bandera nacional española en su presentación oficial como candidato
socialista a la presidencia del Gobierno, gesto inédito del que en
principio habría que congratularse tratándose de un PSOE generalmente
acomplejado ante los nacionalismos catalán y vasco y por ello reacio a
reivindicar los símbolos nacionales, Pedro Sánchez no se coaligara con
aquellos que en el País Vasco, Cataluña, Baleares y la Comunidad
Valenciana defienden el separatismo y la destrucción de la unidad de
España, o con quienes pretenden acabar con la Constitución que nos dimos
tras alcanzar la reconciliación política ('el régimen del 78') y, con
ello, sustituir por ejemplo esa misma rojigualda (que reputan de
franquista pese a haber nacido con Carlos III) por la tricolor, hasta
el punto de entregarles el poder, muchísimo mejor. Porque no se puede
estar en misa y repicando, señor Sánchez. Que luego vienen los socios
que usted se ha buscado y le dejan en evidencia, además de ponerle en un
brete.
Aunque semejante e inesperada exhibición de españolismo,
que por su falta de correspondencia con sus actos cabe calificar de
puramente electoralista, no solo levantó ampollas entre sus asociados
ultraizquierdistas y nacionalistas-separatistas, sino también dentro del
mismo PSOE; especialmente, como no podía ser de otra manera, en su
sucursal vasca y en su partido-hermano catalán, el PSC. Poco se puede
esperar de un partido político que no asuma con normalidad los símbolos
nacionales y constitucionales, y cuyo debate interno haya consistido en
la existencia misma de la nación española. Porque quienes no creen en
España, o duden de ella, difícilmente serán capaces de regirla con unas
mínimas posibilidades de éxito. Quizá ahí resida una de las claves de la
historia reciente del PSOE y de su deficiente papel como partido
gobernante.
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