Desde luego, la democracia y la economía de libre mercado se habían impuesto con rotundidad al llamado socialismo real y la economía centralizada. Pero nada más lejos de la realidad que ello supusiera una especie de fin de la historia, al marxista modo por cierto. Poco después, la única superpotencia que ya quedaba, Estados Unidos, invadía Irak en respuesta a su entrada en un país soberano, Kuwait; en los Balcanes, como consecuencia de la desintegración de Yugoslavia, se reproducían los conflictos étnicos que tanto influyeron en el estallido de la Primera Guerra Mundial, de tal manera que se requería la intervención de la Comunidad Internacional, que acabaría encabezando de nuevo Estados Unidos bajo la cobertura de la OTAN; la 'transición democrática' en los países del Este de Europa no estuvo exenta de tensiones, ya que emergieron los nacionalismos separatistas (además de en la antigua Yugoslavia, en la extinta URSS y en Checoslovaquia) y las consecuencias de la falta de instituciones que asimilaran el cambio al libre mercado (la ausencia de un verdadero Estado de Derecho hizo que en realidad se impusieran las mafias más que evolucionar hacia el capitalismo); y, además, todavía se encontraba agazapado el que iba a tomar el relevo como el más temible enemigo de la libertad y la democracia: el fundamentalismo islámico, que, de la mano del terrorista Bin Laden y su organización criminal Al-Qaeda, ya había atentado en 1993 en suelo norteamericano, antes de que mostrara sus verdaderas fauces el 11 de septiembre de 2001 en sus ataques a las Torres Gemelas y al Pentágono.
Obviamente, Marx se había equivocado cuando predecía el triunfo final del comunismo de resultas de las 'contradicciones' del capitalismo; pero quien se había presentado como su principal y definitivo refutador, Fukuyama, también: ni hay fin de la historia ni la democracia liberal se ha impuesto para siempre. Todavía hay que defender y conquistar la libertad. Y es que, al igual que su inclinación a amar la libertad, el impulso liberticida anida en el hombre, y siempre habrá quienes le den rienda suelta, promuevan y desarrollen para llevar a cabo determinados proyectos basados en el poder absoluto.
En la transición de la Primera a la Segunda Guerra Mundial también parecía imponerse la democracia, al menos en el mundo occidental; pero, en cambio, los totalitarismos, al calor del propio desprestigio de los regímenes liberales, surgían por doquier: en Rusia, como consecuencia de la Revolución de 1917, Lenin pretendía hacer realidad el proyecto de Marx, que obviamente tenía que pasar por una dictadura del proletariado que, lejos de significar una transición hacia un comunismo igualitarista, se haría eterna; en Italia, un antiguo socialista como Mussolini fundaba e imponía el fascismo, que aspiraba a destruir (como de hecho hizo) las instituciones liberales y democráticas para implantar un régimen dictatorial y corporativista, que sería imitado en otros países; entre ellos en Alemania, que, de la mano de Hitler, remedó el fascismo para dotarle de una impronta más totalitaria (por ejemplo, llegaría a imitar al totalitarismo soviético en la creación de campos de concentración) y generar, junto con el propio sistema comunista, uno de los peores horrores de la historia de la humanidad.

Pues bien, como en Afganistán, como en Irak, la invasión militar francesa en Malí para evitar la creación de un foco del terrorismo islámico es un nuevo episodio de la lucha (en realidad, guerra) que, desde el 11-S, mantienen las democracias liberales frente a quien ahora es su peor enemigo. Y poco importa que ciertos supuestos 'pacifistas' salgan a la calle para corear su 'no a la guerra', eso sí, solo cuando intervienen los Estados Unidos y preferenteremente bajo un presidente del Partido Republicano. Una vez más, su ridículo fariseísmo ha quedado bien patente.
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