Bien es cierto que nuestra Carta Magna establece que las penas privativas de libertad deberán ir orientadas a 'la reeducación y la reinserción social' (artículo 25.2); de ahí precisamente el carácter de 'revisable' de la prisión permanente, que permite apreciar si, tras el cumplimiento de la condena, el penado cumple los requisitos para que su condición sea la de 'reinsertable'. Pero la experiencia demuestra que no siempre es así: quien comete asesinatos múltiples, y/o mediando agresión sexual, y/o contra personas especialmente vulnerables, reincide una vez puesto en libertad en la inmensa mayoría de los casos. Porque no es generalmente aplicable aquel principio rousseaniano tan caro a la progresía: el hombre es bueno por naturaleza, y es la sociedad el que lo corrompe. Por mucho que no queramos o nos disguste reconocerlo, hay seres humanos que son malvados, y en muchos casos por naturaleza; y es la sociedad civil y política la que ha de protegerse de ellos, a través de la ley y en defensa de la vida, la libertad y la seguridad de los demás.
Y, por supuesto, cada uno ha de responder individualmente de sus actos, y no culpar de los mismos a un ente más o menos etéreo como pueda ser 'la sociedad' con la verdadera intención de diluir su responsabilidad; no lo olvidemos, la otra e imprescindible cara de la libertad individual. Quien ha cometido un crimen, ha de pagar por ello y no apelar a la interpretación de posibles 'desajustes' sociales e incluso personales para lograr una suerte de impunidad. Obviamente, teniendo en cuenta posibles peculiaridades de cada caso concreto, pero siempre bajo los principios de imperio de la ley y resarcimiento y desagravio a las víctimas. A esto se le llama, ni más ni menos, hacer justicia.